jueves, 27 de septiembre de 2018

La nieve los trajo. Capítulo 38.

Capítulo 38


De repente el agradable y acogedor calor que sentía se desvaneció por completo. Sentía todo su cuerpo entumecido y húmedo. Notaba su respiración profunda. Intentaba abrir los ojos, pero le resultaba complicado. Como si le pesasen los parpados. El sentido del oído parecía más agudizado que antes. Escuchaba pisadas en la nieve y los gruñidos ya familiares. Tenía la voluntad de moverse, pero su cuerpo no respondía. Pasaban cerca, pero por alguna razón, no se detenían ante él. Notó como alguien le golpeaba el hombro. Varias veces. Como patadas. Pero no eran patadas. Tropezaban contra su cuerpo. Incluso, uno se cayó encima, asfixiándole por un buen rato hasta que logró levantarse. No supo cuánto tiempo estuvo así, hasta que consiguió entreabrir los ojos. Era de día. El sol no se dejaba ver, pero no había tormenta. Sus dedos de la mano empezaban a poder moverse. Poco a poco, su cuerpo iba reaccionando a las órdenes que lanzaba su cerebro. Por alguna extraña razón, no lograba abrir por completo los  ojos. Se incorporó como pudo. Estaba rodeado de aquellas criaturas infernales, y con una capa gruesa de nieve por encima. Esa era otra de las razones por las que su movimiento era limitado. No supo cómo, pero logró levantarse y hacerse paso entre los muertos. Caminó con paso torpe por un camino embarrado. No tenía claro hacia dónde dirigirse. Solo que debía marcharse de allí, antes de que los muertos se dieran cuenta de que estaba cerca. Cuando caminó por un buen rato, recordó que estaban en mitad de una tormenta. Miró a su alrededor con la esperanza de ver a Pablo o Vergara cerca. Se encontraba solo, a unos doscientos metros de una multitud de muertos caminantes. Su mente iba por un camino, pero su cuerpo por otro. La ropa llena de nieve, y el frio, no impedía que su frente sudase. Sentía frio y calor a la vez. Levantó una de sus manos hacia la cara y la observó tiritar. Con esa misma mano se secó la frente, empapándola de sudor. Continúo caminando. Estaba cansado, pero su mente le ordenaba que prosiguiera. Aquel camino embarrado era llano y con amplios campos a los lados. Caminaba medio dormido. En alguna ocasión, se despertó y continuaba caminando. No entendía cómo podía suceder. Pero lo hacía. Su oído le alertó de que un ruido grave y estruendoso se acercaba. No le dio tiempo a girarse, cuando notó un fuerte golpe en la espalda, tirándolo al suelo. Perdió el conocimiento.

- Hostia puta –dijo uno chico de pelo rubio con una gorra puesta al revés- ¿Lo has oído?

- ¿El qué? Estas putas mierdas no hacen otra cosa que gruñir.

- No joder, ha gritado. Los embobados no gritan. Le ha dolido. Este tío estaba vivo. O al menos lo estaba.

- Qué más da. –arrancó de nuevo la moto.

- Gabi, una cosa es ir matando embobados, y otra cosa ir matando a los vivos. –replicó.

- Lleva razón –dijo una chica con medio pelo rapado y el otro lado con melena- Igual tenía problemas. Deberíamos ayudarlo.

- Joder. –masculló Gabi. Un chico caribeño, de constitución fuerte. Veinte años, con pelo negro y largo en una coleta- No somos una puta ONG. 

- Es igual. No podemos dejarlo aquí. –replicó la chica.

- Me cago en todos sus muertos. –dijo Gabi enfadado- Yo no pienso llevarlo. Que lo lleve Wences en su moto. Tú te vienes conmigo.

- Tío, ya no sabes que hacer para que folle contigo. –sonrió picara.



Cuando Raúl despertó estaba tumbado sobre una esterilla de acampada. Miró a su alrededor para ver como un grupo de jóvenes le observaba. Eran cinco. Tres chicos y dos chicas. Uno de ellos, con una gorra le acercó la mano. Raúl se la tendió y le ayudaron a incorporarse. Vio que estaban en algún tipo de restaurante que le resultaba familiar.

- ¿Qué tal? –preguntó el rubio con la gorra.

- ¿Dónde estoy? –su voz sonó extraña.

- En un lugar seguro. Quiero pedirte disculpas. Yo fui quien te metió la hostia. –dijo como si nada.

- ¿Qué hostia? 

- Joder. –dijo una de las chicas. Era morena, pelo corto con una gran flequillo hacia un lado y con cara redonda- Está hecho una puta mierda.

- ¿Cómo te llamas? –preguntó la otra chica. Mucho más delgada y alta que la otra, con la mitad de la cabeza rapada y la otra con melena castaña.

- Raúl. –contestó aun desorientado.

- Encantado, soy Wences. –le tendió de nuevo la mano- de Wenceslao. Mis padres eran unos capullos integrales. La chica alta es Vera, esta otra es Lorena. Aquel gilipollas de pelo largo y enfadado con el mundo es Gabi. Y este es Tecla. No es que se llame así, sus padres no eran tan capullos. Es un apodo. Por eso de que era un friki de los ordenadores. Ya me entiendes. ¿Cómo te llamabas Tecla?

- Pedro. –contestó dándole la mano a Raúl- Encantado, puedes llamarme Tecla si lo prefieres.

- ¿Tienes hambre Raúl? –preguntó Wences yendo hasta detrás de un mostrador.

- ¿Esto es un Burguer King? –preguntó Raúl atónito.

- Así es Raulito. –se rio Wences- ¿Qué te pongo?-se puso la gorra del establecimiento- tenemos ratón a la plancha, cucarachas a la barbacoa, gato estofado…

- ¿En serio? –preguntó Raúl con cara de asco.

- Pues claro que no capullo. –se rieron todos a carcajadas- Nuestro amigo el Tecla es un puto crack, y ha logrado mantener en funcionamiento las cámaras frigoríficas. Tenemos de todo. –sonrió orgulloso.

- Trabajaba con mi padre de chapuzas. Muy poca gente conoce que se puede utilizar el aceite de consumo como combustible. Es perjudicial para los motores. Pero qué más da… tenemos todos los del mundo a nuestra disposición. –aclaró Tecla.

- Entonces… -continuó Wences-… ¿Hamburguesa? ¿patatas fritas? ¿Pizza? Tenemos pizza colega. 

- Da igual… -contestó Raúl abrumado-… cualquier cosa.

- Vaya… -dijo Gabi desde una mesa apartada y leyendo un comic-… nos ha salido tímido.

- Déjale imbécil. –le recriminó Vera- Es lo menos que podemos hacer por él, después de confundirle con un embobado.

- ¿Embobado? –preguntó Raúl.

- Si. Embobados. –imitó el gesto que hacen los infectados- Grrrr aggggghhh.

- Ah. –se sentía extraño.

- Bueno, pues una hamburguesa con patatas. –sugirió Wences con una amplia sonrisa.


No daba crédito a lo que veía. Tenían comida de verdad. Al cabo de unos diez minutos, tenía encima de la mesa, una hamburguesa completa con patatas recién hechas. Se le hacía la boca agua. La comía con tanta voracidad, que los demás le miraban estupefactos.

- ¿Y bien? –dijo Vera- ¿Cuál es tu historia, Rulo?

- Raúl… -corrigió con la boca llena.

- Raúl, -rectificó algo molesta- ¿Qué te pasó?

- Estaba con unos amigos, buscando comida. Pero una tormenta de nieve nos aisló. Después tuvimos algunos problemas, y me encontré solo. –contó a medias- ¿Y vosotros? ¿Cómo os las apañáis para tener todo esto en condiciones?

- No sé de donde tú vienes, pero aquí, se desató la locura en cuestión de días. –contaba Wences- Estábamos en casa de Gabi. Tengo que reconocer que el colocón que llevábamos nos salvó la vida. Estuvimos allí encerrados varios días. Hasta que se nos acabó la comida y ya no había electricidad para encender el horno y calentar unas pizzas. Así que, el cabronazo de Tecla, se le ocurrió la idea de venir aquí. Averiguó las rutas de los camiones frigoríficos donde transportaban la comida de esta franquicia y los trajimos aquí. Estuvo currando sin parar hasta que logró conectar varios motores que hacen que esto funcione. Termina la hamburguesa y te enseño el lugar. 


Como no quería llevar la contraria a esta gente que le habían salvado, de dos rápidos bocados se terminó aquella hamburguesa caliente. Wences y Vera hicieron de guía. Lo primero que les enseñó fue la entrada. 

- Como veras, no estamos en pleno centro pero tampoco apartados del todo. Los camiones que recuperamos, los hemos puesto a modo de muro. ¿A que está de puta madre?

- Claro, claro. Muy inteligente. –contestó Raúl.

- Esto nos aísla de los embobados, aunque de vez en cuando salimos con las motos y nos cargamos unos cuantos. –miró a Vera cómplice- Joder, es una puta pasada. Suena raro, pero a la vez que nos divertimos de la hostia y de paso limpiamos la zona. No me apetece nada, que mientras duermo me coma la polla uno de ellos.

- Anda marica, -dijo Vera- vamos para dentro.


El local era bastante amplio, y contra todo pronóstico, todo muy limpio. Disponía un gran almacén donde las cámaras frigoríficas, alimentadas con los motores, mantenían la comida en buen estado. Unos vestuarios que hacían las veces de dormitorio. Habían colocado unas sábanas a modo de pantalla para tener más privacidad. 

- Esta de aquí será la tuya. –le indicó Vera- Ahora no está ocupada.

- ¿Ahora? –preguntó extrañado.

- Bueno veras… -miró Wences a Vera-… antes estaba ocupada por otro colega. Aquí es donde te vamos a dar unos consejillos. Gabi, ahí donde le ves, es un gran tío. En todos los sentidos. Si le caes bien, te protegerá. Pero como le hagas algo, no tienes mundo para correr. ¿me entiendes?

- Creo que lo pillo. –contestó Raúl tragando saliva.

- A ver, no le acojones. –Vera le golpeó con el puño en el hombro- Lo que quiere decir este capullo, es que el anterior dueño de esa cama, tenía peleas con Gabi todos los días. Hasta que se le hincharon los cojones y le dio tal paliza, que tuvo que marcharse de la vergüenza. Gabi no es mal tío, te lo aseguro. Un poco posesivo, pero nada de lo que debas preocuparte. 

- ¿Qué planes tienes, Raúl? –preguntó Wences.

- Sinceramente… no tengo ni idea de lo que hacer.

- Coño, pues quédate con nosotros. Te lo pasaras de puta madre. Podemos hacer lo que nos salga de los huevos, que nadie nos va a llevar a prisión.

- ¿Cómo hablar con tantas palabrotas? –bromeó.

- Joder, con el lugareño… -Vera puso cara de ofendida, pero el realidad no lo estaba- ¿Qué eres? ¿un paleto o algo así?

- Se podría decir que sí. Pero últimamente, me cagaría en todo. –sonrió.

- Así me gusta Rulo. –Vera le dio un puñetazo en el hombro, con el que Raúl averiguó de que fuerza disponía Vera.

- Me vale Rulo –dijo jadeante, dolorido con el golpe recibido.


Le enseñaron el resto del local, donde habían utilizado las pantallas informativas del menú como televisores para jugar a la video consola. Podían poner música, o tocar la guitarra. Por la noche, tan solo dejaban un motor en marcha para mantener el frio en las cámaras. Al parecer, ya tuvieron problemas días atrás, con otros supervivientes, que vieron las luces y el ruido, y trataron de robarles. De esta manera, el lugar parecía otro local abandonado. Aun así, hacían turnos de vigilancia. Aunque, le dijeron que por ser nuevo, la primera noche no lo haría. Algo que agradeció porque durmió sin inmutarse no menos de diez horas seguidas. 

Al levantarse, no escuchó ruido. Dada su experiencia, su sentido le indicaba que mantuviera la guardia alta. Apartó la cortina, y allí no había nadie. Todas las camas, o mejor dicho, todos los colchones del suelo estaban vacíos. Al salir al comedor, solo vio a Tecla sentado en una mesa manipulando algo. Trató de hacer ruido para que supiese que estaba allí.

- ¿Ya te has despertado? –dijo sin mirar hacia atrás.

- Si. Necesitaba descansar. –contestó.

- No tienes que darme explicaciones. –seguía inmenso en lo que hacía- La máquina de café está llena. Sírvete

- ¿Tenéis café? –dijo sorprendido.

- Que quede claro una cosa. Deja de sorprenderte por todo. Me pone muy nervioso. Si. Tenemos café, cola cao, leche, carne, lechuga… si sabes dónde buscar, lo tienes todo. No sé qué cojones has vivido por ahí, pero aquí tratamos de vivir. No de sobrevivir. Ahora están fuera, se dé un lugar donde acopiaban barriles de aceite para su posterior embotellamiento. Los traeremos aquí para alimentar los motores.

- ¿Por qué no utilizáis diésel?

- Porque es difícil de conseguir. 

- Solo han pasado unos seis o siete meses. No resulta difícil sacarlo de los coches. –replicó.

- Es muy laborioso. ¿Cuándo vuelvas me traes otro café para mí?

- Si claro…-contestó confuso.


Decidió no molestarle más el resto del día. Aun no los conocía, y necesitaba pensar en la manera de ir en busca de Pablo y los demás. ¿Le darían por muerto? No lo sabía. De hecho desconocía que le había ocurrido. Exploró los alrededores. Se sorprendió el buen trabajo que habían hecho para mantener a los embobados, como los llamaban ellos, alejados de allí. Incluso, si algún vivo pasaba cerca, descartaría su incursión. Simplemente por ahorrarse peligros. Grandes edificios se veían relativamente cerca. Supuso, que se encontraban en las afueras de una ciudad. La típica zona de residentes para trabajadores. Los dos camiones, que bloquean la entrada al refugio, no lo hacían del todo. Ya que una verja a un lado hacía las veces de entrada principal. Pero estaba tan bien oculta desde el exterior, que al volver le costó unos minutos encontrarla. Tenía una evaluación general del lugar. Conocía el nombre de aquella ciudad, y la distancia hacia el Castillo de Lobarre, donde seguro se dirigían sus amigos. 

Poco antes de la hora de comer, llegaron los demás. Pasaron las motos al recinto, y trajeron consigo un camión más pequeño con trampilla en la parte trasera. Bajaron al menos seis bidones de aceite, y un centenar de cosas que se habían encontrado por el camino. El encargado de cocinar era Wences. A pesar de sus cortos veintidós años, en ocasiones ayudaba en el bar de su padre para ganar dinero para sus excesos. En tan solo esas veinticuatro horas que llevaba con ellos, les había visto fumar marihuana y beber alcohol como posesos. 

Se había fijado en un detalle primordial. Vera era el capricho de Gabi. Y tal como le había comentado, era muy posesivo. Tanto que se volvía agresivo. Tonteaban a cada rato. Pero el verdadero detalle, fue los guiños que le lanzaba Vera de vez en cuando cada vez que se arrimaba a Gabi. 

- ¿Sabéis lo que me apetece? –dijo Wences con claros síntomas de borrachera- ¿echar un polvo?

- Pregúntale al nuevo –dijo Gabi, que se encontraba en un sofá de cuero negro recién adquirido de la tienda de muebles por la que pasaron. Vera se encontraba encima suyo besándole el cuello- lo mismo tienes suerte…

- ¿Cómo? –Raúl se atragantó con la cerveza que estaba bebiendo.

- ¿A ti Rulo? ¿Te apetece algo de sexo duro? –se acercó más a Raúl.

- Lo… lo siento –tenía los ojos de par en par-… no soy…


Todos soltaron una sonora carcajada, ante la mirada de Raúl que no entendía nada.

- Tranquilo pipiolo. –dijo Wences- Te estamos vacilando. Pero, oye, si surgiera… jajajaja


Antes de que se pudiera dar cuenta, Lorena y Wences desaparecieron. Supuso que Lorena era la pareja de Wences. Aun así, no se sentía completamente cómodo. Continuaron bebiendo, y le ofrecían fumar. Pero lo descartaba. Jugaron varias horas seguidas, Tecla y él, a un juego de video consola. De vez en cuando, miraba de reojo a Gabi y Vera, que seguían con sus juegos cariñosos en el sofá. Había bebido tanto, e incluso solo con el humo ambiental de los porros, que se sentía mareado. Pero a la vez eufórico. Wences y Lorena, que debieron de terminar lo suyo, volvieron al salón. Encendieron música y continuaron bebiendo y bailando. Tanto Gabi, Vera y Tecla se unieron al baile. Raúl, prefirió quedarse en su sitio. Tras un largo rato, la música le parecía inaguantable. Salió para afuera y se subió a uno de los camiones. Estaba anocheciendo y desde ahí arriba tenía una bonita vista del sol escondiéndose. Hacia frio, y la poca nieve que se acumulaba se estaba derritiendo. Vio pasar varios infectados, a los que ignoró por completo. Aun le quedaba media lata de cerveza, y se la bebió tranquilamente. El ruido de la música, aunque no era alta, estaba atrayendo a los que pasaban por allí. Sin embargo, no parecía importarles a los de dentro. La puerta del local se abrió, y Raúl lo supo con el aumento de volumen. Era Gabi, y se dirigía hacia él. 

- ¿Qué te pasa? –preguntó amistosamente.

- No estoy acostumbrado a tanta fiesta. Perdonar si os he cortado el rollo. –contestó sincero.

- Te sientes fuera de lugar. Lo entiendo. –dijo sentándose al lado y abriendo otra lata de cerveza.

- No creo que me quede mucho por aquí. 

- Me la suda. –contestó arisco.

- Lo que no entiendo, es porque me habéis acogido. Se ve claramente que tú eres su líder o algo parecido.

- ¿líder? Aquí nadie líder de nada. El mundo se ha ido a la puta mierda, y yo casi doy las gracias por eso. 

- ¿Prefieres esta vida?

- Mis padres eran de Republica Dominicana. Yo nací en España. Pero eso daba igual. ¿Sabes cómo de putas las he pasado aquí solo por eso?

- Supongo.

- Ahora nadie me mira mi color de piel o mi acento. La peña que hay ahí dentro, solo tratan de pasarlo bien. Hacemos lo que nos sale de los cojones, y nadie nos va a decir nada. Así que, no. No echo de menos lo de antes. 

- En cierto modo tienes razón. Pero ¿Qué vais hacer cuando ya no quede nada? La carne se acabará, el café igual. Claro que seguirá habiendo. ¿Pero en qué condiciones?

- Te he contestado antes. Me la suda. Por cierto, solo te he preguntado qué te pasa por iniciar una puta conversación en la que te informo que esta noche haces la primera ronda. Así que te aconsejo que no bebas más. Si por tu culpa entra algún embobado, te juro que te rompo a hostias. 

- Descuida. Estoy acostumbrado a las guardias.

- Eso espero. 


Se bajó del camión, quedándose solo de nuevo. No tenía sueño y la idea de estar un rato a solas para pensar, lo agradecía. Vio, encima de uno de los remolques, una vara metálica con uno de los extremos puntiagudo. Entendió lo que tenía que hacer. 

Eran pasadas las tres de la madrugada, cuando escuchó que alguien salía del local. Se dio media vuelta para ver que era Vera. La escalera, por precaución, la había subido. Está le hizo señas para que la volviera a poner. Una vez arriba, miró hacia el exterior. Estaba todo en calma. Con el silencio que había, se escucharían los pasos a varios kilómetros.

- ¿Cómo va la noche, Rulo? –sonrió porque dijo su nombre mal a propósito.

- Tranquila –no quiso rectificarla de nuevo, pues creyó que sería inútil- he dejado que continuasen unos embobados como decís vosotros. No suponían un peligro.

- Has hecho bien. Luego me da una puta pereza quitarlos de ahí que no veas.

- ¿Qué haces aquí? esta noche creo que no te tocaba relevarme. 

- No podía dormir. Tengo una resaca de cojones. –se tocaba las sienes.

- Mi madre siempre le preparaba un zumo de remolacha cuando mi padre se pasaba más de la cuenta.

- ¿Están tus padres vivos aun, Rulo? –preguntó mientras se sentaba a su lado, con los pies colgando.

- Mi padre no. Tuve que matarle. Y mi madre… no lo sé. Hace meses que no sé nada de ella.

- Joder… ¿mataste a tu padre? –le miró con las cejas arqueadas.

- A ver… técnicamente sí. Pero ya era uno de ellos. Así que tampoco es que lo hiciera con plenas facultades.

- Me cago en la puta. Que bien hablas, Rulo. –le golpeó en el hombro como hacia habitualmente.

- Fui a un colegio público, si te lo preguntas. 


Tras una hora hablando, Tecla apareció para hacerle el relevo. No pareció sorprenderse al ver a Vera con él. Tan solo, se subió al remolque y se sentó abriendo su mochila con varios trastos electrónicos desmontados. Vera y Raúl bajaron. Hablaron casi hasta llegar a los vestuarios. Entonces, se despidió de ella. A decir verdad, estaba muerto de sueño, pero conversar con Vera fue más agradable de lo que él pudiera haber imaginado. A pesar de sus palabras malsonantes, y escasa cultura que disfrutaba. A pesar de todo, ya no se sentía tan extraño en aquel lugar. 

miércoles, 26 de septiembre de 2018

La nieve los trajo. Capítulo 37.

Capítulo 37.


El tiempo empeoraba, y como consecuencia, el transitar con el coche se hacía cada vez más difícil. Alicia estaba desesperada, ya que tan solo estaban a escasos cincuenta kilómetros de su casa. Desesperada y nerviosa a la vez. Recordó la carretera montañosa por la que debían ir para llegar hasta el pueblo. Era peligrosa de por sí, sin lluvia o nieve. 

Estaban paradas enfrente de un camping de caravanas, presumiblemente, abandonado. Aunque quizá, sería la mejor opción para resguardarse del viento y la nieve. Antes de entrar en la primera caravana, desenfundó uno de los machetes. Abrió la puerta con sumo cuidado y golpeo el quicio metálico. No hubo respuesta por parte de nadie. 

- ¿Hola? ¿Hay alguien? –preguntó.


Una por una, revisaron las seis auto caravanas. Fue una suerte encontrar las despensas y depósitos de agua llenos. Se acomodaron en la más grande y lujosa, y Alicia, se desnudó para darse una ducha. Frente al minúsculo espejo se observó las heridas cosidas por Mellea. Escuchó que encendía la televisión y reproducía un DVD. Se quedó pensativa unos minutos frente aquel espejo. Tenía un aspecto horrible. Se frotó los ojos, descubriendo unas grandes ojeras. Seguramente debido al estrés y al poco descanso. 

Pasaron la noche en la caravana, viendo un par de películas y hasta disfrutando de unas palomitas recién hechas en el microondas. Las placas solares eran un gran invento que ahora estaban agradeciendo. El viento soplaba con menos fuerza, pero la tormenta amenazaba con otro día duro de nieve. Aun así, recogieron todo lo que pudieran necesitar y lo guardaron en su coche.

- ¿Por qué no nos llevamos una de estas caravanas? –preguntó Mellea.

- Consumen mucho. Si ya nos cuesta encontrar diésel para el coche, imagina para este trasto. Nos podemos quedar tiradas en mitad de la nada. –contestó.


Antes de entrar en el coche, observó todo a su alrededor. Todo le resultaba familiar. En poco tiempo, llegarían a su casa. Aunque no albergaba esperanzas de encontrarlos. Pero sentía que debía intentarlo al menos. Hacía ya, al menos, seis meses que se fue a Italia a trabajar como arqueóloga. Pero Alicia sentía que llevaba fuera de su hogar toda una década. Su carácter y aspecto físico había sufrido un cambio radical. Ya no era aquella gerente de un hostal en un remoto pueblo. Ahora, como Mellea, era una superviviente más de aquella catástrofe a nivel mundial. 

Conocía el camino perfectamente, a pesar de que la abundante nieve diese un aspecto totalmente diferente a otras épocas mejores. Vio a lo lejos, como dos infectados trataban de caminar por la nieve. Se hundían una y otra vez hasta las rodillas o caían de bruces, pero no cesaban en su insistencia. Le dio un escalofrío al darse cuenta que ya no les temía como los primeros días. Formaban parte del paisaje. Un peligro más. Algunos tenían un avanzado estado de descomposición. Probablemente de los primeros en infectarse. Otros aun conservaban rasgos tan vivos que costaba diferenciarlos si no estaban relativamente cerca. Estos, serian de reciente conversión. No podía imaginarse a Ricardo, Raúl o Rebeca convertido en uno de ellos. ¿Qué haría si los veía así? ¿Sería capaz de partirles el cráneo como hace con el resto?

Suspiró dos veces profundamente y se convenció de que debían marcharse ya. Mellea comprendía con naturalidad lo que le pasaba por la cabeza, no quiso hurgar en la herida. Cuando se sentó en el asiento, Mellea le tomó de la mano y la sonrió para tranquilizarla. El trayecto, fue lento pero seguro. A pesar de que la calzada tenía cierta profundidad de nieve, no resultó un problema para avanzar. 

Alicia notó como se enrojecía sus orejas a medida que avanzaban hacia el pueblo. Ya lo veía de lejos. Su corazón palpitaba a una velocidad desmesurada, y no pudo contener que sus ojos se humedecieran. La entrada del pueblo estaba desierta. Tan solo tendrían que subir una calle de doscientos metros y llegarían al hostal. Llegaron a la plaza del ayuntamiento. Como era de esperar, encontraron multitud de cuerpos esparcidos por el suelo, encima de dos coches, en escaleras. El primer vistazo desde el interior del coche, le hizo sospechar que allí no los encontrarían. Aun no se podía creer que hubiera llegado.

- Ya hemos llegado. –confirmó a Mellea.

- Pues no esperemos más.


La puerta principal del hostal estaba, directamente, sin puertas. Desenfundó los dos machetes y entró. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al ver su casa de esa manera. 

- ¿Hola? –gritó- ¿Ricardo? ¿Raúl?


Pero nadie contestó. Notaba como sus hombros les pesaban como nunca. Tenía la idea de que era una opción no encontrarlos. Pero el tener la certeza, comprobarlo por ella misma, fue como si le cargasen en la espalda con un enorme mueble pesado. Inspeccionó la parte baja. Supo que alguien más estuvo allí. 

- Supongo que se verían acorralados. –dijo Alicia, sabiendo que Mellea se encontraba detrás.

- ¿Miramos arriba? 


Alicia asintió. Al abrir una de las habitaciones, una arcada les invadió. Descubrieron el cuerpo de una persona atada a una cama. 

- No podría asegurarlo. Pero creo que es un amigo de mi hijo. –cerró la puerta, ya que el olor era nauseabundo.


Inspeccionaron todas las habitaciones. Las de sus hijos, estaba desordenadas pero no desvalijadas. Mellea fue mirando las fotos que aún había por el suelo, o en estanterías. 

- Así que aquí es donde vivías…-dijo Mellea sentándose al lado de Alicia, en la cama de matrimonio de su dormitorio- No parece un pueblo grande. ¿Os conocíais todos?

- Más o menos. –contestó con cierta nostalgia.

- ¿Qué hacemos ahora? –preguntó nerviosa.

- Nada. –se limitó a contestar.

- Sabías que esto podía suceder. 

- Lo sé. Pero es más duro de lo que me esperaba.

- Al menos no los has encontrado atados en una cama. Eso significa que aun cabe la posibilidad de que sigan vivos. Ten esperanza. –le cogió de la mano, pero Alicia la retiró.


Estuvo allí sentada por una hora. Mellea prefirió dejarla sola, para que asimilase la situación. Cuando por fin, decidió bajar escuchó voces. Voces de dos personas cuando conversan. Una de ellas era sin duda Mellea, la otra no la reconoció. Se le aceleró el corazón. Bajó corriendo hasta la puerta principal y se extrañó al ver con quien conversaba Mellea. 

- ¿Bernardo? –preguntó Alicia sorprendida.

- ¿Lo conoces? –dijo Mellea.

- Claro que lo conozco. –aclaró- ¿Estás aquí solo?

- ¿Tienes una galleta? –preguntó Bernardo sin mirarla a la cara.

- Puede que tenga…-recordó lo que encontraron en las caravanas-… pero antes dime… ¿estás solo?

- Si. –se puso nervioso- Quiero una galleta. 

- Enseguida te doy un paquete entero de galletas. Pero debes hablar primero conmigo. ¿te parece? –esperó a que asintiera con la cabeza- Muy bien Bernardo. ¿Recuerdas quién soy? –asintió- ¿Está tu madre cerca? –negó- ¿Entonces estás solo? –asintió cada vez más nervioso.

- Quiero galletas. 

- Mel, ¿podrías traerlas? Por favor. –suplicó y esperó a que volviera. Le dio un par de ellas, y continuo interrogándole- Ya te he dado dos galletas. Como cuando te mandaba a por el pan. ¿te acuerdas? –asintió más tranquilo y sonrió sin poder mirarlas a la cara- Ahora tienes que hacer algo por mí. ¿sabes algo de mis hijos?

- Son malos. –gritó.

- ¿Por qué son malos, Bernardo? 


El hombre hizo aspavientos con las manos y se golpeaba a la cabeza. Emitía sonidos entre palabras entrecortadas y sollozos.

- Está bien. Está bien. –le tranquilizó- No pasa nada. 

- Se fueron. –contestó cuando se tranquilizó.

- ¿A dónde se fueron, Bernardo? –le tendió otra galleta.

- Por ahí. No lo sé. –contestó recogiendo su premio.


Pero de pronto elevó la cara y se acordó por donde salieron cuando estaban en el hostal. Les señaló la puerta de detrás del mostrador. Con mucho recelo, Alicia le pidió a Mellea que se ocupara de que Bernardo no se marchara mientras ella bajaba. 

Bajó los peldaños de piedra resbaladiza y escuchó ruido de pisadas.

- ¿Ricardo? ¿eres tú? –preguntó casi en un susurro.


Sin embargo, los gruñidos que producían, le indicó que fuera quien fuera estaba infectado. Esperó unos segundos a que se acercaran más para verles la cara, y cuando comprobó que no eran ellos, los mató definitivamente. Descartó volver a bajar allí, entre otras cosas porque desconocía que otros peligros podría albergar.

- Bernardo, ¿se metieron aquí?-preguntó tendiéndole otra galleta.

- Todos. Nos fuimos por ahí. Todos. La niña pequeña. También. 

- ¿Entonces tiene salida? 

- En el campo. Pero ya no sé dónde están.

- ¿Os separasteis? ¿Qué ocurrió? Por favor, Bernardo, son mis hijos. Necesito encontrarlos.

- Los soldados se los llevaron. Hacían cosas malas. Berni lo veía. Se escondía, y si le pillaban, me daban golpes. 

- ¿Qué los hacían, Bernardo?

- Quiero más galletas. –le arrancó el paquete entero de las manos.

- Quédatelas todas, pero contéstame ¿Sabes dónde fueron?

- Por ahí –señaló una dirección- Pero no hay nadie. Todos se fueron y dejaron a Berni solo. Con esas personas malas. Que quieren morderme. No me gusta que me muerdan.

- ¿Te han mordido, Bernardo?


En ese momento, el hombre se alejó cinco pasos. Era evidente que escondía algo. Entonces, Alicia descubrió que se llevaba la mano a la espalda. Bernardo se siguió alejando.

- Bernardo, no te vamos a hacer nada. 

- Si lo vais hacer. Todos los hacen. He visto lo que hacen. Clavan cuchillos o balas en la cabeza. –lloriqueaba.

- Déjame ver. Seguro que es un rasguño.


Pero al girarse, Alicia ahogó un grito. Tenía toda la espalda al descubierto, y marcas de mordedura por todo el cuerpo. Incluso cerca de la axila derecha tenia tal desgarrón de piel que se veía el musculo.

- ¿No te duele? –preguntó Alicia desconcertada.


Bernardo se giró y asintió con la cabeza, mientras mordía las galletas de dos en dos. 

- Está bien Bernardo. Vamos a hacer una cosa. Aquí arriba hay habitaciones libres. Puedes quedarte en la que quieras. Siempre te ha gustado que te dejara subir a las habitaciones. Te vamos a dar una caja entera de galletas, para ti solito. ¿te parece?

- ¿Una caja entera? –sonrió como un niño al que le acaban de regalar una bolsa grande de golosinas.

- Entera. Sin empezar. Pero tienes que contarme que más sabes de mi familia. Has dicho que les hacían cosas malas.

- En camas como un hospital. Pero en el campo. A veces gritaba mucho.

- ¿Quién gritaba, Bernardo?

- El. 

- ¿Quién es él? –preguntó con la voz entrecortada.

- El chico. 

- ¿Raúl? –asintió con la cabeza.

- Cuéntame, Bernardo. ¿Le mordieron como a ti?

- No. No. No. –se estaba desesperando- No, pero estaba en el hospital. No sé qué le pasaba. Quiero esa caja de galletas. 


Mellea, fue hasta el coche para recoger la caja de galletas. Alicia, acompañó a Bernardo hasta una habitación elegida por el mismo. Dejó que se sentara.

- Esta habitación es toda para ti. –le hablaba como si fuera su madre- No te voy a cobrar nada por ella. ¿Estas contento?

- Si –sonrió de nuevo.

- Me alegro. Has sido muy bueno. Ahora, quédate tumbado en la cama con tu caja de galletas. –se tumbó como si fuera la hora de irse a dormir- Cuando despiertes, estarás mejor. Te podrás comer las galletas. 


Cerró los ojos como para dormirse, agarrado a su caja de galletas. Su respiración estaba entrecortada. 

- Eso es, Bernardo. Duérmete. No te asustes. Estoy aquí contigo. –sus lágrimas caían mientras le clavaba un cuchillo en la nuca.

martes, 25 de septiembre de 2018

La nieve los trajo. Capítulo 36.

Capítulo 36.


Pablo se levantó apuntando con su arma hacia el pasillo. Aquel hombre, asustado, levantó las manos. Al percatarse de que no suponía un peligro, bajó el arma. Aun así, el hombre permaneció con las manos en alto, sin moverse. Los observaba con interés. Hasta que Pablo le llamó. Muy lentamente, el hombre bajó las manos y se acercó.

- ¿Quién eres? –preguntó Pablo.

- So soy Alberto. Vi vi vivía a a a aquí, co co con mi mujer –tartamudeó. Aunque más debido a una enfermedad que al miedo- he escucu cu chado ruido y he ve ve ve ve venido a ver.

- ¿Estás solo? –interrogó.

- No. –se limitó a contestar.

- ¿Cuántos sois? ¿tenéis armas?

- Seis personas y no tenemos armas.


Miró hacia Vergara que había perdido el conocimiento. Se acercó a la ventana más cercana, para comprobar que la situación no había cambiado en absoluto. No podía comprender como se llegaba a acumular tanta nieve en tan poco tiempo. A decir verdad, no comprendía nada desde aquel día en el Zoo. Aquel día vio por primera vez los retazos de lo que se acabaría convirtiendo el mundo entero.

- Aquí hace mu mu mu mucho fri fri frio. –rompió el silencio aquel hombre- Si si si, queréis, a a abajo podéis calen calen cal calentaros un poco.

- ¿Abajo? –se giró mirándolo extrañado.

- No te te te te tenemos mucho, pe pero mi herma hermano pu pu pu pu puede ayud ayudar a vuestro a a amigo. No tiene bu buena pinta esa herid esa herida. 


Pablo miró a Raúl, que asintió con la cabeza. Entre los tres cargaron con Vergara hasta el pasillo, y después hasta la puerta del piso. Al salir al descansillo, vieron como las puertas de cada vivienda, estaban abiertas.

- Llevamos a a aquí desde el prin prin cipio. Hemos logrado abrir to todas las casas para con con conseguir comida y a agua. En los sótanos, está la sa sala de calentadores de agua. Ha hacemos fu fuego en uno de ellos para calentarnos. –relataba aquel hombre, de pelo canoso, pero con síntomas de haberse afeitado recientemente. Pablo se sorprendió de la fuerza con la sostenía a Vergara, que era un hombre ya de por si corpulento. 

- Habéis hecho bien. –le sonrió Raúl.

- ¿Qué que que hacéis po po por aquí? ¿Está todo muy mal por ahí fu fu fu fu fuera?

- Es increíble hasta donde está compactando la nieve. Hemos llegado hasta el primer piso sin dificultad. –contestó Raul.

- ¿Qué habéis hecho con los muertos? –preguntó Pablo sin llegar a confiar en el hombre.

- En el último pi piso está la escalera de incendios. Los atrajimos hasta a a ahí y ellos ellos ellos so so solitos fueron cacacayendo.

Bajaron hasta los sótanos. Estaba todo oscuro, hasta llegar una sala más amplia, que se iluminaba por el fuego. La salida de humos la había construido a partir de varios tubos que conectaban con una casa del primer piso. Pablo pensó en toda esa nieve acumulándose y si seguía nevando de esa manera, llegaría a tapar la salida de humos y morirían mientras dormían. Cuando llegaron, vieron varios colchones tirados por el suelo. Latas y platos vacíos esparcidos por el suelo. En uno de los colchones había una mujer embarazada, y a su lado un hombre joven. Con pelo corto y barba arreglada. Aunque lo que más les llamó la atención fue su atuendo. Pantalones vaqueros de color azul claro, camisa blanca impoluta y corbata negra. Los miró entre asustado y desconcertado. Junto al fuego, vieron a otro hombre corpulento. Al girar la cara, descubrieron quien sería el hermano del tartamudo. Eran idénticos. De detrás de unas columnas, aparecieron una pareja de jóvenes. Un chico y una chica. De unos quince o dieciséis años.

- Alberto, -dijo su hermano gemelo- ¿Quiénes son?

- Los he descubierto a a arriba. Su su su su amigo ti ti tiene mala pinta. Pensé que que popopodrias ayudar.


El segundo gemelo se levantó, dirigiéndose a Pablo. Le estrechó la mano y observó la pierna de Vergara. 

- No puedo ayudar mucho, lo siento. Lo poco que tenemos, prefiero reservarlo para nosotros. Nadie nos ha ayudado desde… hace meses. Espero que puedas entenderlo.

- No pido que nos des nada. –refunfuñó Pablo- Entiendo su situación. Pero ha sido su hermano quien nos ha ofrecido ayuda. 

- Lo único que les puedo ofrecer, sin comprometer nuestra seguridad es algo de agua y calor. Aunque podríamos ver la herida y recomendarles algún tratamiento.

- ¿Eres medico? –preguntó Raúl.

- Celador. Pero es mejor que nada, ¿no crees? –dijo lanzándole una mirada amenazadora.

- Suficiente. –dijo Pablo, tratando de ser cordial.


Raúl se sentó cerca del fuego, y agradeció el calor penetrando en su piel. Observaba a la mujer embarazada. No estaba muy avanzado, pero podía imaginarse que sufrimiento podría estar padeciendo sin los cuidados médicos pertinentes. Supuso que el hombre de la corbata seria su marido o pareja actual. Los dos jóvenes de su edad, a pesar de no separarse, enseguida se dio cuenta de que tendrían que ser familia. ¿Hermanos? ¿Primos? 

El celador, por su parte, descubrió la herida, y por la cara que puso no serían buenas noticias las que daría. A pesar de decir que no ayudaría, de una mochila sacó un bisturí, guantes y una botella con algún líquido en su interior. Empapó la herida con ese líquido y con una camiseta no del todo limpia, limpió la zona. Finalmente, con ayuda del bisturí hizo algo en el interior de la pierna, y extrajo un trozo de metal puntiagudo. Pidió ayuda a Pablo para ponerlo de lado y observar la parte trasera, por donde atravesó la barra metálica. Con los dedos palpó, y enseguida lo volvieron a colocar en la posición anterior. Sacó hilo y una aguja, y cosió ambas heridas. Para taparlas, usaron otra camiseta de un montón apilado en un rincón de la sala. 

- Te agradezco tu ayuda. –dijo Pablo- ¿Cómo te llamas?

- Santos. –miró la mochila de Pablo.

- Supongo que quieres algo a cambio. –abrió la mochila- Escoge lo que necesites.


Sin dejar de mirar a los ojos de Pablo, hizo un amago de quitarle la mochila. Pero en el último momento, retiró la mano.

- Sé que me voy a arrepentir. –dijo el celador.

- En serio, ¿Qué necesitas? ¿Alcohol? ¿cigarrillos? El arma no puedo dártela. La necesito para salir de aquí.

- ¿Hacia dónde os dirigís?

- De momento, no lo sabemos. Necesitamos saber dónde se han llevado a unos amigos.

- Supongo que al principio os separarían dado la histeria colectiva.

- No se trata de eso. Hace unos días, alguien atacó el lugar donde nos refugiábamos mientras salíamos a por provisiones. Se llevaron a gente que estaba allí.


El hombre de la corbata, que no disimulaba escuchar la conversación, se acercó tímidamente.

- Perdona –dijo con voz suave- te he escuchado decir que alguien se llevó a vuestra gente.

- Si, así es. –Pablo le miró receloso- ¿sabes algo al respecto?

- ¿Se llevaron a niños? ¿Alguien malherido? ¿mujeres?

- Si. –contestó interesado.

- Curioso… -dijo acariciándose la barba con una mano.

- ¿Qué es curioso? Si sabes algo…

- Un momento…-se fue donde estaba, con la mujer embarazada. Al rato, volvió con una hoja de papel- ¿No os dejarían una mensaje igual que este?-mostró escrito en el papel la palabra Lobarre.

- ¿Sabes qué significa?

- Al principio no. Pero pasado un tiempo, mientras viajábamos con ellos, nos hablaron del lugar.

- ¿Cómo que viajando con ellos? –Raúl llegó como un relámpago.

- Mi mujer y yo, estábamos con un grupo de supervivientes al norte de Valladolid. Nos refugiábamos en un colegio. Pero fuimos sorprendidos por una horda de esas cosas. Pensábamos que no saldríamos de allí. Pero una madrugada, escuchamos ruidos en el exterior. Nos asomamos, y vimos a personas con armadura. Como en la edad media. Con espadas, arcos… el caso es que nos salvaron. Cuando entraron, nos pidieron que los acompañásemos. Pues nos habían hecho un favor, y debíamos devolverlo. Tampoco teníamos muchas opciones. Iban en carromatos, como antiguamente. Nos subieron a uno donde había un niño, una niña, una chica malherida, un tío vestido de militar y su novia. 

- Espera, espera… -cortó Raúl- ¿No había nadie más? ¿Cómo era la novia? ¿Era de mi edad?

- No había nadie más. La novia era más mayor que tú.

- ¿Estás seguro? La chica que busco es más bajita que yo. –preguntó Raúl de nuevo.

- Te aseguro que la chica que dices no estaba. La chica malherida era asiática, y la otra era más alta que tú y tendrían al menos treinta y pocos años. De eso estoy seguro.

- ¿Dónde os llevaron? –preguntó Pablo.

- Como digo, al principio viajábamos con ellos. Pensábamos que nos estaban secuestrando. Pero no. En una parada para descansar, hablamos con dos de ellos. Nos llevaban a un lugar seguro, según ellos. Pero que éramos libres de irnos. Aun así, uno de ellos me escribió esto en el papel. Me dijo que era un Castillo y que estaban reuniendo a más gente para prosperar. Si nos arrepentíamos, podríamos ir sin problemas.

- ¿Y os dejaron ir? –preguntó Pablo.

- En cierto modo sí. Se cobraron nuestra libertad, robándonos todo lo que teníamos. Después, llegamos aquí y Santos nos acogió. 

- ¿Entonces sabes dónde está ese Castillo? –preguntó Raúl ansioso.

- Claro. ¿Tienes un mapa?


Pablo calculó los kilómetros hasta el lugar llamado Lobarre. Aun les separaban unos quinientos o quinientos cincuenta kilómetros. Sin saber si los suyos ya habrían llegado, o seguían recogiendo gente por el camino. Además del mal tiempo que ahora les amenazaba. Por el momento, daba como cumplida la misión de averiguar donde se llevaban a su gente. Ahora debían esperar a que la tormenta de nieve cesase, para reencontrarse con el resto del grupo en el camión. Eso le hizo pensar, en si estarían bien. 

Cada cierto tiempo subían hasta la ventana más cercana para observar el exterior. Era de noche, y la niebla mezclado con el viento y la nieve daban un ambiente aterrador. Vergara recobró el conocimiento, pero casi no podía caminar. Eso era otro problema añadido. Intentaron contactar con el grupo del camión a través del walkie, pero no lo lograron. Al menos pasarían la noche al calor del fuego. Hicieron varios viajes hacia un piso superior, para bajar sillas de madera y alimentar el fuego. Comieron algo, de la caridad de Santos. No fue mucho. Una barrita energética para los tres. Pero menos era nada. Al igual que ellos, el edificio ya había sido saqueado por completo, y salían a los colindantes en busca de provisiones. Pero la tormenta, también les había frenado su empeño. 

El reloj de Pablo dio un pitido en el que le indicaba que eran las siete de la mañana. Observó a los allí presentes, y tan solo él estaba despierto. Subió hacia la ventana, para descubrir que ya no había niebla ni nevaba. Hacía mucho frio y el viento soplaba con fuerza. Las nubes grisáceas impedían que el sol saliera. Aun así, se aventuró a bajar por el balcón hacia el exterior. Pudo situarse perfectamente, y se orientó con facilidad. Tan solo estaban a unos metros del centro comercial. O lo que se podía ver de él. Caminar a la altura de esos edificios era extraño. Pero debía asegurarse de que no hubiera infectados que les impidiesen volver por donde habían llegado. Al volver al sótano, ya estaban todos despiertos. Informó a Raúl de que se marchaban. 

- Gracias por habernos dejado pasar aquí la noche. –dijo Raúl a Alberto.

- Ha sisido un placer. –le devolvió la mano para estrecharla- Espero que que que encontréis a vuvuvuvuestros amigos.

- Yo también. –le sonrió.


Ayudaron a Vergara a subir hasta el balcón. Con mucho esfuerzo, lograron salir al exterior. Era complicado caminar cuando la mitad de la pierna se hundía en la nieve, pero mucho más tratando de ayudar a caminar a Vergara. Tardaron casi una hora y media en llegar hasta donde se suponía que habían dejado el camión con Héctor, Reina y Ramón. Pero el horizonte se veía mucho más blanco que la última que pasaron por allí. De no ser por la antena del camión, no los habrían encontrado. Se les paralizó el corazón, el pensar que pudieran estar muertos de frio enterrados junto al camión. 

- ¿Estarán ahí abajo o se marcharían al ver que no volvíamos? –preguntó Raúl.

- No lo sé. –contestó Pablo pensativo. 


Gritaron varias veces por si los escuchaban. Les pedían que dieran golpes con algo metálico para indicarles que estaban ahí abajo. Pero no se escuchaba nada. Era agobiante el paisaje blanco, y sin saber hacia dónde dirigirse. Tan solo tenían como referencia los edificios de aquella ciudad, pero más allá, solo había nieve por todas partes. Finalmente, decidieron continuar caminando en dirección contraria a la ciudad. En algún momento, la nieve no sería tan espesa y podrían encontrar algún lugar donde Vergara pudiera descansar. A medio camino, el walkie sonó. Era un ruido sordo y no se entendía. Pero era la frecuencia en la que operaban. Eso les indicó que fueran donde fueran se acercaban a sus amigos.

Como era de esperar, a medida que se alejaban, la nieve iba a sido menos profunda. Los arboles de alrededor les daban una idea aproximada de la altura. Un grupo de infectados, atrapados bajo la nieve, les cortó el paso. Por lo que rodearlos, a pesar de ser la mejor opción disponible, era agotador. Vergara se dejó caer exhausto. 

- Descansemos un rato. –dijo Pablo.

- Si. Por favor. –dijeron a la vez Raúl y Vergara.

- Necesitamos encontrar alguna referencia para situarnos. No podemos continuar sin saber hacia dónde nos dirigimos. –informó- Por lo que cuando estéis dispuestos, continuamos hacia el este. Deberíamos encontrar una autovía. Los carteles nos dirán donde estamos.


El walkie sonó de nuevo. Pablo contestó informando de quienes eran, y si sabían dónde estaban para darles una indicación. Raúl sentía los labios cortados y doloridos. Además, sentía cierto mareo debido al hambre. Aun así, prefirió contárselo a Pablo, por si no era debido a eso. La voz al otro lado del aparato, era de Ramón. 

- Me alegro de escucharos. –a veces de entrecortaba- Siento que tuviéramos que abandonar el camión, pero la tormenta la teníamos encima y corríamos el riesgo de quedar atrapados. Además, no teníamos noticias de vosotros.

- No te preocupes. Hicisteis lo correcto. –contestó Pablo.

- ¿habéis encontrado lo que buscabais?

- Si. Es una larga historia. Pero sabemos dónde se han llevado a los demás.

- Una buena noticia al fin.

- ¿Dame alguna pista de dónde estáis?

- Estamos al aire libre. Cuando nos marchamos del camión, nos dirigimos hacia el noroeste. No te sabría decir a que distancia, nos desviamos hacia el este. Vimos los letreros de un prostíbulo abandonado, pero era inaccesible….-hubo un silencio-… no os hagáis ideas locas en la cabeza. Aunque llevamos tiempo sin probarlo, no era nuestro objetivo encontrar chicas guapas. –otro silencio- Aunque dudo que las encontrásemos.

- Que cachondo. –contestó Vergara al escucharlo.

- Está bien Ramón, creo que sé por dónde dirigirme. ¿Algún dato más?

- Si. La nieve se rebaja bastante si pasáis de largo el prostíbulo. Es campo abierto, pero es seguro. Estamos en lo alto de un cambio de rasante. De todas formas, sabiendo que estáis cerca, haremos señales.

- Está bien. Nos pondremos en marcha enseguida. Vergara está herido y nos retrasará.

- Entendido.


Al darse la vuelta, descubrió que Raúl había desaparecido. Tardó unos segundos en encontrar el sendero por donde se había marchado. Caminaba como uno de ellos. Maldijo en voz baja y fue corriendo hacia Raúl, ya que se dirigía hacia el grupo de infectados que minutos antes había rodeado. Le llamó a voces, pero no se dio la vuelta ni se detuvo. Estaba a escasos centímetros de todos aquellos muertos. Se detuvo en seco, pero Pablo no tuvo tiempo de detenerlo. Raúl se dejó caer en mitad de todos aquellos infectados.