viernes, 25 de noviembre de 2016

Hasta que la muerte nos reúna. Capítulo 4

Voy a pasar la noche en el coche. He encontrado un lugar seguro en un camino de tierra a unos cinco o seis kilómetros del pueblo. Menuda decepción con el campamento militar. No fue difícil encontrarlo. Ya que había varias indicaciones pintadas con spray por todo el pueblo. Se había instalado en el pabellón municipal de deportes, a tres kilómetros de la salida del pueblo. Cuando he llegado hace un rato, estaba todo destartalado. No tuve duda de que los infectados, y supongo que muchos, les atacarían. La entrada estaba bloqueada por dos camiones militares y el tanque que vi por mi casa en medio de los dos. Aun así era fácil entrar. Al llegar me encontré con varios infectados merodeando alrededor de los camiones. Pero el ruido del coche hizo que los que estaban dentro salieran en mi búsqueda. Eran muchos. Así que no dudé por un momento en marcharme de allí. Di la vuelta y tome dirección a Madrid. Y aquí estoy, en un camino de tierra fuera de la carretera principal. Imagino que por aquí no se me acercaran mucho. No hace mucho frio, pero en cuanto sea más de noche tendré que arroparme bien. No quiero quedarme sin gasolina por poner la calefacción. Esto es una mierda de verdad. Callejeé por el pueblo, evitando a los infectados que veía. Incluso tuve que conducir unos metros por una acera porque varios coches bloqueaban la calle. Pero ni un solo vivo. Quiero creer que no debo ser único ser vivo no infectado del planeta. Por la mañana volveré al pueblo y trataré de conseguir gasolina. Aun me queda tres cuartos de depósito, pero nunca se sabe lo que pudiera pasar. Además, viendo el panorama no es de extrañar que los empleados de la gasolinera no estén ahí para atenderme. Cuando recuerdo la pelea contra esos dos infectados de mi casa, me tiembla todo el cuerpo. No lograba sacarme la imagen del cuchillo sangrando y el ruido que hizo cuando entró por el ojo. Desconozco la anatomía humana, así que no sé cómo se llama aquello que crujió cuando entró. Tengo el vello erizado de nuevo al recordarlo. Al terminarme la bolsa de patatas, caí en la cuenta de que no podía sobrevivir solo con eso. Por lo que si en la gasolinera no me ponían objeción tomaría prestado algunas cosillas para ir tirando. Mi plan, hasta este momento, es ir a Madrid. Al menos hasta los alrededores. Con un poco de suerte, trataría de llegar hasta casa de mis padres. No era muy optimista al respecto, pero tenía que ser consciente de lo que me pudiera encontrar. Si este pueblo era complicado transitar sin toparse con algún infectado, incluso con grupos más o menos numerosos, tenía la seguridad de que en una gran ciudad iba a ser mucho peor. En el asiento de al lado, tenía ya limpio el cuchillo. No le quitaba ojo. Era mi única arma para defenderme. Comenzaba a refrescar más de lo esperado. En el asiento de atrás tenía puesta una manta, de cuando transportaba al perro de mis padres. Quizá por vagancia nunca la quité, algo que agradecí. Me arropé con ella. Era más que suficiente. El viento soplaba más fuerte. Al estar en campo abierto era lo normal. Miré hacia el cielo y estaba despejado, así que no creí que hubiera tormenta. El tiempo por la noche se me hace eterno. Soy consciente de que debo descansar. Sin embargo, el temor a que me aparezca un infectado o varios, me impide que me relaje. Doy cabezadas de no más de diez o quince minutos. Hasta recuerdo lo que sueño y las pesadillas me hacen estar alerta. El reloj del coche parece estar en hora correcta, así que inconscientemente lo miro a cada momento. La rama de un árbol chocó contra la ventanilla del coche, y del susto me golpee contra el techo del coche. “joder, mierda, que susto” Para descargar adrenalina golpeé varias veces el volante con rabia. Cuando noté que me dolían las palmas, decidí que ya es suficiente. Me desvelé por completo. Aún quedaban dos horas para que fueran las seis de la mañana, hora en la que empieza a amanecer. Sería una locura acercarme a la gasolinera con tan poca luz. De la guantera saqué mi paquete de tabaco y me encendí un cigarro. Tenía ansiedad y la situación no ayudaba. Para no ahogarme bajé un poco la ventanilla. No mucho. Ya que no quería llevarme ninguna sorpresa en forma de mano. Sí, estoy algo paranoico. Desde mi posición la verdad es que si alguien se acercaba, lo vería casi al instante desde varios metros.
Por fín empezaba a amanecer. Casi no dormí nada. Desde el susto con la rama tan solo dormí ratos de media hora. Aunque creo que han sido reparadoras. Me dirigí hacia la gasolinera, que siguiendo la carretera de nuevo hacia el pueblo, es lo primero que ves. No tardé nada en llegar. En la primera ojeada en los alrededores no descubrí infectados ni gente normal. El coche lo dejé en la misma puerta. Al lado del surtidor. Por desgracia, el surtidor no me proporcionó la gasolina que necesitaba. Cuchillo en mano, me adentré en la tienda.
-¡Hola!
No me contestó nadie. Pasé sigilosamente entre las estanterías. Hasta la puerta donde indica “Privado”. Al abrirla, el cuerpo de una mujer que debía ser la empleada, esta tirada boca arriba y con mucha sangre reseca. Nuevamente me vino una arcada. Al comprobar que no había peligro, cerré esa puerta y me olvidé del cuerpo. Di un vistazo rápido al género de las estanterías. Detrás del mostrador encontré bolsas de plástico y guardé todo tipo de comida rápida. Bollería industrial, chocolatinas. Me fijé en una cristalera donde tenía un muestrario de navajas. Me guarde en el bolsillo una mediana. La hoja de unos cuatro dedos. Pero lo que más llamó mi atención, era un puñal de color verde con un filo de al menos veinte centímetros con su funda al lado para colgarla. Enseguida la tomé como mía. La coloqué en mi cintura. Me impresionó lo cómodo que podía llegar a ser. Mientras decidía que más me llevaba, me abrí un paquete de cruasanes. Lo llevé todo hasta el maletero. Ahora tenía que ver como sacaba la gasolina. Por más que apretaba el gatillo, aquello no funcionaba.
-Mientras no haya electricidad no va a funcionar. –escuché detrás de mi.
Rápidamente me di la vuelta e instintivamente saqué mi puñal. Me topé de frente con una chica joven. De estatura más bien baja. Algo rellenita. Con una coleta muy arriba. Portaba un macuto con esterilla. Vestía con pantalones verdes de esos con muchos bolsillos, y un abrigo deportivo de color azul, también con muchos bolsillos.
-¡Eh! ¡Eh!  ¡Tranquilo! –gritó a la vez que daba varios pasos hacia atrás con las manos algo elevadas.
Enseguida reaccioné, y me di cuenta de lo ridículo que parecía. Me disculpé y guardé el puñal de nuevo en su funda.
-Lo siento, llevo varios días de caos y eres la primera persona que me encuentro viva. –me disculpé.
-OK, te entiendo. –sonrió-tampoco he sido muy cuidadosa. ¿no ha sido buena idea hablarte de espaldas verdad?
Solté una carcajada. La primera en días.
-Pues no. Podía haberte hecho daño. Mucho daño. –advertí.
-El caso es que no lo has hecho. –prosiguió- Como te decía, estos trastos solo funcionan con electricidad. Y hace días que no llega en todo el pueblo
-¿Eres del pueblo? –pregunté obviando la respuesta
-Sí. Y ¿tu? –me preguntó observándome detenidamente.
-Bueno… -dudé- …digamos que llevaba unos meses viviendo aquí. Pero soy de Madrid.
-Por eso quieres llenar el depósito, para irte a tu casa. –afirmó- A ver si puedo ayudarte. ¿dejaste algo en la tienda?
-Sí, claro. –dije suspirando obviedad.
Para cuando la contesté ya estaba dentro de la tienda. Salió enseguida, y rodeo el pequeño edificio. Yo seguía quieto delante de mi Ford. Cuando de pronto sonó un estruendo. El ruido de un motor sonó tan fuerte que me asustó. Aquella chica apareció de nuevo.
-Prueba ahora. –me dijo mientras volvía a dentro de la tienda.
Coloqué la pistola en el principio del depósito del coche y apreté el gatillo. Aquello comenzó a gorgotear estrepitosamente. Luego noté como la manguera se endurecía. Hizo un ruido sordo y lo siguiente que noté me era familiar. Me salió una sonrisa pícara. Aquella chica me había solucionado el problema.
-¡Eh tú! –me dijo en voz tenue
Dirigí la mirada hacia ella. Estaba en la puerta dándome señales para que entrara.
-Yo ya he terminado. Muchas graci…
No me dejó terminar la frase.
-Déjate de tonterías. –la noté seria- Pásate para dentro ya, si no quieres ser pasto de esos bichos.
Las palabras me helaron. ¿Bichos? ¿Se refería a los infectados? ¿Había alguno cerca? Le hice una señal como que no entendía. Me señaló carretera adentro, en dirección al pueblo.
-La madre…
No terminé  la frase. Corrí a toda prisa hacia el interior. Si enfrentarme a dos infectados me pareció agotador, lo que vieron mis ojos me llenaron de angustia. El grupo más grande de infectados que había visto hasta el momento. Aquella chica, una vez que entré, me dijo que ahora volvía. Imaginé, por la dirección que tomaba, que fuera lo que fuera que encendió lo iba a apagar de nuevo. Si es cierto, que el ruido que hacia no pasaba desapercibido. Los infectados tampoco lo pasaron por alto, y el grupo se dirigía hacia aquí. Aguardé en la entrada a que volviese. Ya podía ver a los primeros que se acercaban y la chica no aparecía. El corazón me iba a estallar. Cuando hizo aparición me dio un buen susto.
-Ayúdame, tenemos que mover alguna estantería para bloquear la puerta. –ordenó.
Quitamos a toda prisa todo lo que había de la que teníamos mas cerca. Lo tiramos todo al suelo. Entre los dos, cada uno de una punta pudimos levantarlo lo suficiente para arrastrarlo. Nos agachamos detrás del mostrador.
-Son muchos –traté de hablar.
-Como nos hayan visto estamos muertos. –noté en sus palabras cierto grado de preocupación.
-Mierda, ya los oigo. Me pone la piel de gallina esos gruñidos.
-Joder, ya te digo. –secundó mi opinión
Varios pasaron de largo, pero uno se detuvo en la puerta. Lo golpeó levemente. Volvió hacerlo y el ruido atrajo a tres más. Se empezaban a agolpar. Saqué mi puñal recién adquirido y allí sentado esperé lo peor.
-Si permanecemos quietos y en silencio no te va hacer falta –susurró.
Aun así, me sentía más seguro con él en la mano. Tras la ventana que daba al mostrador con el exterior, se golpeó uno. Nos agazapamos si cabe aún más. La chica me agarró el brazo contrario al que tenía mi arma. Lo apretaba tan fuerte que me hizo daño en más de una ocasión. No le dije nada, porque yo estaba igual de asustado. Notamos como restregaba su cara por el cristal. Hasta que de pronto, el cristal de la puerta principal crujió. Nos miramos con espanto. Me incorporé como pude. Efectivamente, el cristal estaba a punto de romperse.
-¡Dios! ¡No! –maldije- van a entrar.
La chica comenzó a llorar. Al verla llorar de esa manera, me asusté mucho más. Entonces vi la puerta privada.
-Vamos –la ordené.
-¿A dónde? –preguntó asustada sin querer levantarse.
La sujeté del brazo y la obligué a levantarse. Corrimos hasta la puerta. Una vez dentro, observé de nuevo el cuarto. La empleada seguía en el mismo sitio. La chica se asustó al verla.
-Está bien muerta. No es como los de fuera. –intenté tranquilizarla.
Al fondo había un armario empotrado. Justo a la derecha una mesa de despacho. Entre los dos la movimos y la colocamos delante de la puerta, que cerramos con la llave que estaba encima de la mesa. Como último recurso, nos metimos en el armario. Por suerte tenía buen fondo. Nos quedamos ahí en silencio. O todo lo que se podía estar.

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