martes, 26 de diciembre de 2017

Te haré un castillo. Capítulo 4

Capítulo 4.
Francisco Gaos.

Después de despachar a dos clientas, que por suerte, habían comprado un aparador tallado y un armario de nogal, dio por terminada la jornada laboral. Por lo normal, más tarde de las ocho de la tarde, no aparecía ningún cliente. Además, aprovecharía, para terminar un trabajo por encargo. Nunca daba fechas para la finalización, pero en este caso, al ser una suma importante y habiendo recibido un sesenta por ciento por adelantado, no le quedaba más remedio que dedicarle todo el tiempo que pudiera llegar a tiempo a su entrega. Aun le faltaban tres días para la fecha, pero quería asegurarse de que quedaba perfecta. Colocó varias piezas mostradas a otros clientes, en sus respectivos asientos, y se dirigió hacia la puerta. Antes de bajar el cierre, sacó de su bolsillo y paquetes de cigarrillos. Se encendió uno, mientras mandaba un mensaje a su hijo mayor. Estaba divorciado desde hacía seis años, y mantenía una buena relación con sus dos hijos. No así tanto con su ex mujer, aunque desde entonces, su vida era mucho más tranquila. Enseguida recibió respuesta por parte de su hijo. Sonrió satisfecho, y guardó de nuevo el móvil. Le había prometido que pasarían el fin de semana en una casa rural en Asturias. Si todo iba bien en la entrega del viernes, se pondrían en marcha ese mismo día por la noche.
Al terminar su cigarrillo, buscó entre un manojo de llaves, la correcta para asegurar la verja exterior. Cuando se disponía a bajarla, un hombre le interrumpió.

- Buenas tardes, -dijo con amabilidad- veo que se dispone a finalizar su horario comercial. Sin embargo, quisiera ser algo atrevido, al proponerle que pueda atenderme.- dijo con un acento que Francisco no lograba averiguar de qué país procedía.
- Lo siento señor…-dijo apenado, acordándose de su encargo-…me encantaría atenderle, pero aún me queda trabajo por hacer antes de irme a casa, y me gustaría ver a mi familia. –mintió
- De verdad que me disgusta ponerle en esta tesitura –continuó convenciéndole- algunos de mis compromisos, me han retrasado esta visita que tenía programada para el día de hoy. Si fuera tan amable, le prometo que no le robo más de cinco minutos de su preciado tiempo.
- ¿Es tan importante que no puede esperar a mañana? –preguntó apurado- Si hace falta abro la tienda una hora antes solo para usted, pero de verdad, necesito terminar un trabajo de restauración para viernes.

Aquel hombre notó cierto aprieto en sus palabras. Ante esto, de su maletín sacó una bolsita negra, con algo pesado en su interior. Francisco no podía dejar de lado su curiosidad.

- Dentro de esta bolsita, tengo una reliquia perteneciente a mi familia durante años –dijo expectante.

Francisco hizo un gesto de rendición, y le invitó a entrar. No obstante, sin pedirle permiso, bajó la verja metálica, cerrando el negocio momentáneamente.

- Espero que no le importe que haya bajado el cierre. -dijo Francisco caminando hacia un mostrador. De debajo de este, sacó un mantel de color negro intenso que colocó con delicadeza sobre el mostrador.
- Me alegro de que pueda atenderme…-dijo con una amplia sonrisa.
- A ver, muéstrame eso tan importante… -dijo ansioso

El hombre se acercó más al mostrador, dejando lentamente la bolsita encima del mantel negro. Francisco no apartaba la mirada de la bolsita.
- Oh… no se preocupe… sin miedo, sírvase usted mismo. –se apartó unos milímetros del mostrador.

Francisco, como si de algo sumamente delicado se tratase, deshizo el nudo de la cuerdecita y dejó caer el contenido muy despacio sobre el mantel. Sus ojos brillaron al descubrir aquel brazalete de oro. Sobre su relieve podía descubrir varias figuras, que en seguida, supo de que se trataban.
- Vaya… vaya… -suspiró a la vez que tomaba su lupa de joyero-…es realmente interesante. Un brazalete de origen celta. Tendría que investigar un poco más sobre él, pero diría que data del siglo diecinueve. ¿Dónde ha conseguido esta maravilla?
- Como le decía, ha pertenecido a mi familia desde hace muchos años.  –relataba con grandeza
- Puedo conseguir compradores, pero va a ser difícil encontrar a alguien que pague lo que realmente vale. –informó el vendedor.
- ¿Desde cuándo recrea réplicas exactas de objetos tan valiosos? –la pregunta incomodó al Francisco
- ¿Cómo dices? –preguntó atónito
- No me malinterprete señor Gaos… -dijo guardando el brazalete en su bolsita-…estoy aquí por negocios. Usted es un hombre de negocios, ¿no es verdad?
- Señor, creo que me confunde…-quedó pensativo-… ¿Cómo sabe mi…?
- Oh… disculpe señor Gaos…-le tendió la mano-… mi nombre es Harold. Su nombre es Francisco Gaos, tiene cuarenta y siete años. Divorciado. Con dos hijos. Su mujer nunca quiso que se embarcara en el negocio de las antigüedades. Sin embargo, no quería desaprovechar su pasión por la historia y el arte, así como su peculiar habilidad para recrear con excelente exactitud cualquier objeto valioso. Y por qué no, objetos cotidianos, doblando o triplicando su valor en el mercado actual. –relataba ante la sorprendida imagen de Francisco
- ¿Eres policía? –preguntó ante la posibilidad de escapar
- Oh…no…-se rió-… soy un hombre de negocios, como usted.
- Sea cual sea su propuesta no la acepto. –dijo tajante
- Por el momento, ruego acepte este brazalete, como su primer pago. –dijo mientras sacaba una tarjeta y la dejaba encima de la bolsita.
- Ya le he dicho que sea cual sea su propuesta, no la acepto. –contestó desconfiado.

Harold le miró serio. Tras unos segundos, cruzándose las miradas, pidió que por favor subiera el cierre. Una vez, le dejó salir, se dirigió de nuevo a Francisco.
- Señor Gaos, -dijo amablemente- entiendo perfectamente su desconfianza hacia mí. No obstante, dadas las molestias que le he ocasionado, en el retraso de su otro negocio, le insisto a que acepte el brazalete.

Esperó a que Francisco elevase su mano, dejó caer la bolsita y la tarjeta. Se abrochó su chaqueta y se marchó sin despedirse. Francisco, lo observó mientras se marchaba. Cuando lo perdió de vista, volvió hacia dentro de la tienda. Se puso de inmediato con lo que tenía pendiente, sin dejar de mirar constantemente la bolsita con el brazalete en su interior. Era una pieza muy valiosa, y si conseguía la mitad de su valor, podía dejar de trabajar de por vida. Al cabo de un rato, leyó la tarjeta. Tan solo tenía escrito con una esmerada caligrafía una dirección, una fecha y una hora concreta.

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