lunes, 27 de agosto de 2018

La nieve los trajo. Capitulo 35.



Capítulo 35.

Si no quitaban la nieve de los portones de entrada a diario, se verían obligados a permanecer encerrados allí por mucho tiempo. Las recientes nevadas y las que estaban por llegar, habían borrado todo rastro en un radio de diez kilómetros. Pablo se sentía cada vez más frustrado. Intentaba no aparentarlo, pero el solo pensamiento de su hijo desaparecido lo evitaba. Los demás lo percibían. La habitual sonrisa de Reina, desapareció por completo. Todos miraban expectantes los trabajos inútiles de Raúl por encontrar respuestas. El silencio era sepulcral hasta que Raúl lo rompió.
-          Necesito ir a una biblioteca. –dijo sin dejar de mirar un mapa.
-          ¿Perdona? –preguntó Vergara incrédulo-Creo que no es momento para leer.
-          Necesito ir a una biblioteca. –repitió en la misma voz pausada y sin haber escuchado el comentario de Vergara.
-          ¿Crees que encontraras algo ahí? –preguntó Pablo con la esperanza de recibir una buena noticia.
-          Necesito ir a una biblioteca, sí. –volvió a afirmar, y elevó la vista hacia Pablo- Creo que sé por dónde buscar.
-          No se hable más…-dijo Pablo mirando al resto- No me miréis así, el chico puede tener alguna pista de encontrar a mi hijo.
-          No entiendo que puede encontrar en una biblioteca. –refunfuñó Vergara.
-          Puede que la respuesta sea más fácil de lo que nos pensamos. Pensad. –se señaló la sien- Según Pablo, vio a un grupo de personas vestidas con armaduras y montando a caballo. Mataron como en la edad media, a los hombres de Manzaneque. Necesito buscar libros de historia. Esa gente parece que se cree su papel del medievo. Quizá la palabra tenga que ver con algo del pasado. –explicó Raúl.

Se miraron confusos. Entre otras cosas, porque en cierto modo llevaba razón. Era casi de noche, así que no podían salir en ese momento. Tiempo que les sirvió, para trazar un plan de incursión en la ciudad más cercana y encontrar una biblioteca que no estuviera destruida. Así pues, a la mañana siguiente, con los primeros rayos tímidos del sol, tapados por las nubes blancas y grises, partieron hacia la primera localidad. No estaba lejos. A unos quince kilómetros. Lugar que ya habían desvalijado en varias ocasiones en busca de alimento. La nieve estaba tan alta, que había enterrado casi hasta el cuello a un grupo grande de muertos. No se dirigían hacia el caserío, pero si lo hubieran hecho, habrían estado días sitiados por ellos. En las inmediaciones de un polígono industrial, dos camiones se habían salido de la carretera. Uno de ellos estaba de media vuelta, y el segundo, tenía el remolque encima del otro camión. Pararon, por si fueran camiones de suministros, pero solo encontraron pallets de botellas de vidrio vacío, listas para embotellar. Dentro de un parking privado de una fábrica de zapatos, se agolpaban no menos de veinte muertos en la valla protectora. Incapaces de encontrar la salida, a unos poco metros de ellos. Un concesionario de coches con los ventanales reventados, y con falta de vehículos en su interior. Se incorporaron a una carretera, que les llevaría al pueblo. Eran solo un par de kilómetros. Pero antes de llegar debían parar. Se había acumulado tal nivel de nieve por falta de mantenimiento o circulación de vehículos, que si seguían avanzando quedarían atrapados.
-          Escuchad. –dijo Pablo- No podemos seguir. Raúl, Vergara y yo iremos a pie. Los demás, proteged el camión. Tenemos muchas cosas dentro que nos pudieran hacer falta si tenemos que movernos. ¿Entendido?

Ninguno puso objeción. Antes de salir, Pablo les llamó. De una bolsa, sacó unas raquetas. Se quedaron observándolo con curiosidad. Cogió seis y les partió el mango. Le ofreció dos a cada uno y cuerda.
-          Esto nos ayudará a caminar. –explicó al ver su reacción- ya habéis visto lo que les ocurrió a ese grupo de muertos. Podríamos hundirnos. No sabemos tampoco la profundidad que puede haber alcanzado.

De nuevo, ninguno puso objeción. Se ataron las raquetas a las botas, y salieron a la nieve. Una ráfaga de viento, tiró a Raúl al suelo. Estaban en medio de una tormenta.
-          Quizá deberíamos irnos y volver en otro momento. –gritó Raúl.
-          No –gritó Pablo para hacerse oír- la tormenta pasará. Solo debemos ir con más cuidado. Si vemos que se pone feo, nos resguardamos en cualquier edificio. Si nos cuesta caminar, a los muertos también.

Los tres se miraron, y siguieron a Pablo. Cada vez que daban un paso con aquellas raquetas en los pies, era un triunfo. Caminaban encorvados por el viento en contra. Apenas habían recorrido un centenar de pasos, cuando tuvieron el primer susto. Del interior de la nieve, un brazo salió como un rayo y agarró la pierna de Pablo, haciéndolo caer. Vergara corrió a socorrerlo, pero más brazos salían de abajo. Entre el viento y los muertos saliendo de debajo de la nieve, aquello fue un desgaste físico importante. Por suerte, tenían tanto peso sobre sus cuerpos, que no les permitían sacar más allá del codo. Raúl ayudó a Pablo a incorporarse. Este le miró asustado pero agradecido. Vergara les hizo una señal con el dedo pulgar para informar de que estaba bien. Caminar por las calles, era extraño. Las farolas y semáforos se veían desde más cerca. Incluso las ventanas de los primeros pisos eran casi accesibles.
-          ¿Te vale con un Corte Ingles? –preguntó Pablo a voces.
-          Si tiene sección de libros, podemos intentarlo. –contestó con los ojos llorosos por el viento y la nieve tropezando en su cara.

A unos doscientos metros en pleno centro de la ciudad, se encontraba el centro comercial. Era un antiguo edificio, que reformaron para convertirlo en una de sus tiendas. Con la culata de su pistola, Pablo rompió la parte superior de la puerta automática. Tuvo que ponerse de rodillas para hacerlo. Supuso que habría al menos dos metros de nieve. Antes de entrar, y de evitar que entrasen los otros dos, miró hacia arriba. Respiró aliviado, al comprobar que había ventanas de cristal sin rejas. Si seguía nevando de esa manera, era cuestión de horas que la puerta principal quedara enterrada por la nieve. Les señaló las ventanas superiores, e hizo el gesto de andar con los dedos. Entendieron a la perfección lo que les estaba explicando. Ambos levantaron el pulgar. Ahora sí, entraron en el centro comercial. Raúl, el primero en entrar, cayó sobre un estante de ropa de mujer que estaba bloqueando la puerta automática. Si había alguien, se había protegido. Dentro estaba oscuro. Entró Pablo y seguido Vergara. Ambos encendieron unas linternas. Se quedaron paralizados, al comprobar el estado. Las paredes y mostradores estaban llenos de sangre reseca. Todo tirado por el suelo. Ropa sucia y ensangrentada, usada para taponar heridas. Basura de todo tipo. Incluso un cubo con heces. Alumbraron un panel informativo, a la vez que resonó algo metálico en la oscuridad. La mano de Vergara temblaba, pero sujetaba el arma con la otra mano firmemente. Pablo, tan solo agudizó el oído. Estaba preocupado, claro, pero no nervioso. El ruido metálico sonó de nuevo.
-          Son las tuberías del aire acondicionado. –susurró- Pero estad atentos, tiene mala pinta. Aquí no lo pasaron bien que se diga.
-          Pero no hay cuerpos. –informó Raúl.
-          No significa que no haya muertos.

La sección de libros estaba en la cuarta planta. Subieron las escaleras metálicas, sin electricidad, con sumo cuidado. El vaho al respirar, mezclado con la escasa luz de las linternas daba una atmósfera terrorífica, digna de cualquier película de Stephen King. Cuando llegaron a la tercera planta, Pablo que iba en cabeza, alumbró hacia la galería. Era la sección de deportes. Tenían que atravesar un pasillo hacia las siguientes escaleras y llegar a la cuarta planta. Caminaban lentos. Sin hacer ruido. Alumbraban hacia todas partes con nerviosismo. Se percataron de una bajada importante de la temperatura. Raúl, casi tiritando de frio y miedo, aprovechando que pasaban por la zona de deportes de invierno, agarró un gorro de lana y unos guantes. Encima del estante se encontraba un termómetro. En un principio lo miró de pasada. Pero algo le extrañó y volvió a mirarlo. Aquel termómetro debía estar roto, pensó. Pablo le hizo señales para que no se detuviera. Raúl obedeció y se colocó a su altura.
-          Pablo, -su voz era temblorosa- algo no va bien. Aquí hace mucho frio.
-          Es normal. –contestó- a la vuelta, cogeremos algo de abrigo para los demás.

Entonces tropezó. La linterna se le resbaló de las manos y giró por el suelo unos metros. Al pararse, la luz enfocó hacia una zona concreta. Lo que vieron los dejó estupefactos. No sabían cómo reaccionar. Había dos muertos, o eso pensó al ver su aspecto. Quietos. No se movían. Sus ojos parecían apagados, pero estaban de pie. Raúl sacó su cuchillo y esperó a que alguno se moviera. Vergara se acercó por un costado y sin dejar de mirarlos recogió la linterna. Los alumbró a la cara, y sonrió.
-          Parecen congelados. –informó en un susurro.
-          Pablo, te he dicho que algo no va bien. He visto un termómetro ahí atrás. Decía que estamos a quince grados bajo cero. Eso es mucho.

Al girarse para mirar a Raúl, descubrió que tenía los labrios morados. Temblaba mucho. El sentía que hacía mucho frio, pero no que hubiera tan baja temperatura. Vergara, volvió por delante hacia ellos, y al alumbrarlos le cambio la cara.
-          Me cago en… -su boca se abrió de par en par-… ¿Qué hostias ha pasado aquí?

Pablo y Raúl se giraron para ver que alumbraba Vergara. No salían de su asombro al descubrir al menos cincuenta personas. Algunos tumbados. Otros de pie. Pero todos inmóviles. El ruido metálico volvió a sonar. Tan cerca que estaba encima. Alumbraron el techo, y descubrieron que estaba congelado. Las paredes empezaban a congelarse a pasos agigantados, y unas estalactitas cayeron a escasos metros. Raúl corrió hacia el termómetro. Al verlo, se asustó de verdad.
-          ¡Corred! –gritó mientras corría hacia las escaleras.

El ruido metálico era provocado por las altas temperaturas, y hacían crujir las tuberías al congelarse. Bajaban las escaleras de dos en dos. Al llegar de nuevo a la puerta principal, el hueco se había encogido varios centímetros. Raúl escarbó con las manos desnudas, y le dolían de frio. Pero pudo hacer el hueco suficiente para salir. Pablo era mucho más voluminoso, y Vergara lo seguía de cerca. Raúl seguía escarbando para que salieran. El sonido metálico estaba casi tan cerca que Pablo temió por su vida. Vergara logró salir, pero Pablo no entraba. Si rompía mas el cristal, la nieva caería dentro, y sería casi imposible salir. Y la velocidad con la que escarbaban no era suficiente. De pronto, Pablo notó que desde el exterior no se escuchaba nada.
-          Vergara –gritó- Raúl, ¿estáis ahí?

Pero no contestó nadie. Continúo escarbando, pero un bloque de nieve proveniente de algún piso superior, volvió a tapar el agujero.
-          Vamos, vamos, vamos. –gritaba mientras quitaba nieve.

El sonido metálico cesó. Alumbró hacia el oscuro interior. Fuera lo que fuese aquello, había parado. Pero quería salir de allí cuando antes. La puerta de cristal cedió, rompiéndose en miles de pedazos, dejando pasar sin oposición toneladas de nieve recién caída. Tuvo el tiempo suficiente para que solo le cubriera las piernas. Ahora era imposible salir por ahí.
-          Vergara –gritó- dime que estáis ahí. Por favor. Necesito ayuda. Voy a subir a la segunda planta.

Se quitó toda la nieve que le había caído encima y recogió su linterna que había rodado unos pasos a su derecha. Subió a la segunda planta. Tenía la sensación de que las muñecas de juguete le observaban. Se quitó rápidamente esa idea de la cabeza. Nunca le habían gustado las muñecas y ahora mucho menos. Fue hasta la ventana más cercana. La tormenta le impedía ver más allá de un metro. La nieve caía con fuerza hacia un lado, debido al viento. La ventana solo se habría unos centímetros. Pero esos centímetros, dejaron pasan un frio intenso. Pablo tiritó de frio y trató de forzar la ventana. Finalmente, con una percha de pie golpeó el cristal hasta que la percha se rompió. Sacó su pistola, alejándose veinte pasos hacia atas, y disparó. El cristal se hizo en mil pedazos. Miró a su alrededor, por si algún muerto se acercaba. Pero no vio a nadie. Eso le dio un escalofrío. Ya no sabía que le daba más miedo. Se asomó por la ventana, pero no lograba ver cuantos metros de caída tenia. Tuvo que apartarse de ventana un instante, para que el viento no le azotara la cara mientras se pensaba que hacer. Tiró por la ventana los restos de la percha metálica para ver si podía calcular la altura. Pero la percha desapareció sin emitir sonido alguno. Por suerte, el viento remitió unos instantes, revelando la parte superior de un semáforo. Eso le dio una ligera idea. Respiró profundamente tres veces. Apretó los dientes y se subió a la ventana. El viento había cambiado de dirección. Volvió a respirar profundo otras tres veces, y se dejó caer. Fue un segundo de agonía. Incluso gritó. Al caer sobre la acolchada nieve, se hundió unos centímetros. Las raquetas se perdieron. Se incorporó dolorido y miró hacia arriba. No había sido muy fuerte la caída y soltó una carcajada. Los pies se le hundían hasta los muslos. Por lo que caminar se le hacia una ardua tarea. Alumbró donde antes estaba la puerta automática del centro comercial. Entonces entendió lo ocurrido. Se había desplomado parte de un tejado por el peso de la nieve. Llamó incesante a Raúl y Vergara sin recibir respuesta. Al darse la vuelta, descubrió a un muerto arrastrándose por la nieve. Alumbró con la linterna la cara. No era ninguno de ellos. Sacó su puñal y se arrastró hacia el muerto. Se lo clavó. Se quedó tumbado unos instantes. Le costaba respirar. Una gran cantidad de nieve cayó sobre su espalda. Alumbró hacia arriba, y pudo distinguir como el letrero comercial se estaba descolgando. Se arrastró lo más rápido que pudo, para no ser aplastado por el letrero al caer. Unos metros más adelante, descubrió dos figuras.
-          ¿Vergara? –gritó ¿Eres tú, Raúl?

Pero no recibió respuesta. Las dos figuras se levantaron y andaban torpemente hacia él. Volvió a llamarlos, pero siguió sin recibir respuesta. Sacó de nuevo su puñal. Una de las figuras se desplomó hacia delante y no se volvió a mover. La otra continuó. Pablo, se incorporó y se puso en posición defensiva. Se dejó caer cuando vio la cara de Raúl. Este aceleró el paso, pero no avanzaba más deprisa.
-          Pablo. –gritó Raúl- ¿Estas bien? ¿Cómo has logrado salir?
-          Me he tirado por la ventana. ¿Dónde está Vergara? ¿Está bien?
-          No. No está bien. Tiene clavado en el muslo una barra de hierro. No me atrevo a sacarla. –informó a gritos.
-          Joder. –maldijo- Busquemos un lugar para resguardarnos. Esto es el puto infierno blanco.

Llegaron hasta la posición de Vergara que estaba tumbado boca arriba. Pablo vio como la barra de hierro le atravesaba el muslo desde delante hacia atrás. Sangraba mucho y tenía la cara pálida y los labrios morados. Le miraba aterrorizado señalándose la pierna.
-          No te preocupes amigo. –fingió calma- Te llevaremos a un lugar en calma y veremos cómo sacamos esto.

Alumbró con la linterna hacia todos los lados, para situarse. Entre Raúl y Pablo, ayudaron a Vergara a moverse. Se toparon con el techo de un autocar. Aún quedaban unos cincuenta o sesenta centímetros para que la nieve lo cubriese por completo. Pablo buscó la manera de entrar, al menos para descansar y tratar de sacarle el hierro de la pierna a Vergara. Pero no consiguió ninguna entrada. Continuaron por aquella calle, hasta que encontraron una terraza accesible. Con mucho esfuerzo, lograron entrar en la terraza y rompieron los cristales. Entraron dentro de la vivienda. Lo primero que hizo Pablo, fue asegurarse de que no había peligro de muertos. Dentro de la vivienda, seguía haciendo frio. Mucho frio. Pero el simple hecho de que el viento y la nieve de fuera no golpeara sus cara ya era más que suficiente. Pablo se sentó en una mesa baja, frente a la pierna de Vergara que reposaba tumbado en un sillón. Examinó la herida. Un solo toque en la barra de hierro, y Vergara gritó de dolor como nunca lo había visto.
-          Chico, -llamó Vergara- búscame algo fuerte. Te lo ruego.

Raúl rebuscó en todos los muebles. Encontró uno, lleno de botellas. Le acercó una de whiskey barato a punto de acabarse. Se la tendió con el tapón quitado, y de un solo trago se la terminó.
-          Con esto no es suficiente. –dijo con la voz entrecortada.

De nuevo le trajo otra botella. Sin empezar. Le quitó el tapón y se la dio. Dio dos tragos largos antes de quedar satisfecho. Después, se incorporó y vertió una gran cantidad del contenido en la herida. Gritaba de dolor y alivio.
-          Hazlo. Hazlo ya, por dios. –suplicó a Pablo.
-          Contaré hasta tres. –dijo Pablo.
-          Déjate de gilipolleces. No soy ningún crio. A la primera, cojones. –gritó

Casi sin dejar de terminar de hablar, Pablo estiró con todas sus fuerzas y sacó la barra. Raúl, que ya estaba preparado, le vendó la pierna tan rápido como pudo con unos trozos de sábana que encontró. El grito que dio Vergara, sumado al dolor, hizo que se desmayara. Sin pensarlo dos veces, Pablo agarró la botella y le dio un trago. Estaba tembloroso. Raúl se encontraba de pie inmóvil. Mirando hacia el pasillo.
-          ¿No habías registrado la casa? –preguntó sin mirarle.

miércoles, 22 de agosto de 2018

La nieve los trajo. Capitulo 34.



Capítulo 34.

Era una noche helada. Ya no nevaba, pero las hojas de los arboles no aguantaba el peso y de vez en cuando caían bloques enteros de nieve helada al suelo. Impactaban contra las ramas y provocaba que estuvieran alerta a cada momento. Llegado el momento, no podrías distinguir entre pisadas o la nieve cayendo al suelo. El fuego que habían encendido, chisporroteaba cada vez que una gota de grasa caía. Tenían dispuesto unas ramas para dejar que se cocinara el ciervo que habían cazado. Se habían quitado parte de la armadura y las armas las tenían cerca de los caballos. Uno de ellos, de cabello cano y aspecto cansado, llevó un cubo de nieve derretida a los animales. Habían recorrido muchos kilómetros durante el día. Tan solo bebieron cerca de un riachuelo medio congelado, y la poca hierba que habían encontrado no fue suficiente. Con una navaja, el segundo hombre más joven cortó una pieza del asado para probar el punto de la carne. Al llevárselo a la boca se quemó la comisura de los labios, y sopló varias veces. Era suficiente. El frio ambiente haría el resto. Cuando llegó el hombre más viejo, se sentó y comenzaron a comer. El siguiente ruido que escucharon, no procedía de la nieve cayendo de los árboles. Eran pisadas lentas y tan conocidas ya, que el viejo gruñó.
-          Te toca a ti. –dijo.
-          No. Te toca a ti. –contestó-El último lo maté yo antes de acampar.
-          Te he dicho que te toca a ti y punto. –ordenó.

El joven resopló. Sabía que no valía la penar discutir con su compañero. Siempre encontraba una razón para al final, le tocara a él hacer las cosas que no le apetecía. Se levantó, lanzando una mirada de desaprobación a su compañero. Escogió el arco y unas flechas. Prefería hacerlo a la distancia, ya que aquellas espadas que les habían proporcionado, eran tan pesadas que al final del día las aborrecían. El muerto que caminaba hacia ellos, incrementó la velocidad al ver levantado a una de sus presas. El joven tensó el arco, y a una distancia de cinco metros, disparó. La flecha se clavó en uno de los ojos y se desplomó. Con aire cansado, caminó hacia el muerto para recuperar la flecha. La limpio en la ropa del muerto y volvió a la fogata.
-          Menuda puntería tienes. –le dijo orgulloso.
-          Tú también la tendrías si practicases. Te pasas el día comiendo, y me dejas a mí el trabajo sucio. –gruñó obviando el halago recibido.
-          No te enfades. Lo hago por tu bien. –bromeó.

Antes de terminar la comida, volvieron a escuchar que se acercaba otro. El chico joven, miró a su compañero con desdén. Este refunfuñó.
-          Joder, está bien…-dijo ofendido-… como te pones…

Se levantó y cogió su espada. Se acercó con cautela al muerto, lo rodeó y le cortó la cabeza con un suave pero certero movimiento perpendicular. Cuando estaba limpiando el arma en la ropa del muerto, escuchó otro ruido. Era otro muerto. Levantó el arma con las dos manos y la impactó con fuerza en el cráneo.
-          Estoy hasta los cojones de estos podridos. –refunfuñó- Siempre nos toca a nosotros vigilar esta zona. Saben perfectamente que es la zona con más afluencia.
-          ¿Será posible? Pero si fuiste tú quien se ofreció…-espetó.
-          Ya. Ya lo sé. –dijo arrepentido- Pero como la paga es más elevada…
-          No sé para qué quieres tanto. Si luego estamos todo el día vigilando.
-          ¿Para qué quiero tanto? Joder, se me olvidaba lo aburrida que es tu vida. ¿sabes que las putas han vuelto a subir la tasa? Claro que no lo sabes. En tu tiempo libre te la pasas leyendo esos malditos libros. Además, el alcohol empieza a escasear y se ha vuelto casi imposible tomar unas copas.
-          Putas y alcohol… -resopló-… ¿a eso aspiras?
-          Aspiro a disfrutar todo lo que pueda con un coño caliente, después de un par de copas. Si. A eso aspiro. ¿Cuándo te vas a dar cuenta que todo este tinglado se va a ir a la mierda de un momento a otro?
-          Este tinglado, al menos me recuerda que los vivos aún podemos hacer grandes cosas. Aparte de follar y emborracharse.

De nuevo, la conversación fue interrumpida. Deseando terminar con el siguiente muerto, con rabia, el joven lanzó una flecha hacia la dirección en la que habían escuchado el ruido. Sin embargo, su corazón se paró al escuchar un grito de dolor. Ambos corrieron hacia el lugar. Se llevaron las manos a la cabeza al descubrir a una mujer con una flecha clavada en el pecho. Estaba muerta ya.
-          Joder…-dijo el viejo-… ¿la conoces? ¿Es de Lobarre?
-          No me suena –tenía los ojos tan abiertos que le escocían.
-          Tenemos que rematarla y enterrarla. Va vestida como ellas. Si la descubren, sabrán que hemos sido nosotros. –dijo con voz ronca.
-          Mira lo que me has hecho hacer. –culpó a su compañero.
-          ¿Yo? –se sorprendió- tú has sido quien ha lanzado la flecha sin mirar. Haberte esperado, no te jode.

El viejo le arrancó la flecha del pecho y la clavó en la cabeza de la mujer. No era muy mayor pero tampoco una niña. Le quitaron la ropa y la echaron al fuego. Después la llevaron hasta un lugar más apartado, y en foso común la lanzaron. Llevaron algunos muertos abatidos para taparla, y volvieron al campamento. El chico joven estaba nervioso. Le temblaba una de las piernas. Conocía bien la ley: “Nos aseguramos de que son muertos antes de atacar. Toda vida es valiosa.”
Esa noche, tuvieron más trabajo que se costumbre. Al amanecer, ya habían matado a más de cuarenta. Sin contar a la mujer que deambulaba sola de noche.
-          Escúchame bien. Que no te noten nervioso. Es muy posible, que estuviera retozándose con algún marido infiel. O que la infiel fuera ella. Si alguien la echa en falta, diremos que no vimos nada. ¿Lo has entendido? –le ordenó seriamente- Mi vida depende de la tuya. Ya lo sabes. Tus logros y mis derrotas, van juntos. Lo que le pase a uno, le pasará al otro.
-          Lo sé. Lo sé. –vaciló.
-          Joder, no dudes. Recuerda: hemos limpiado a más de cuarenta. Ahora vámonos a descansar. Me espera una hora con…
-          ¿No te afecta? Después de lo de anoche, ¿te quedan ganas de ir de putas? –le interrumpió.
-          Es lo que suelo hacer después de cada guardia. Si no lo hiciera, sospecharían. Espero por nuestro bien, que después de dormir, te marches a leer como siempre. –le amenazó.

Al llegar a las inmediaciones del castillo, su relevo les estaba esperando unos metros adelante del puente levadizo. Les hicieron la señal propia de saludo, y cuando se cruzaron intercambiaron informes. Para su suerte, nadie había echado en falta a ninguna mujer. Por lo que se adentraron en el castillo. Como era habitual, el hombre mayor, se pasaba por el prostíbulo. Pagó por una hora de servicio sexual, y se marchó a su catre.

Después de varias horas descansando, aporrearon la puerta de su celda. Situada en una de las torres asignadas a los guardias. Se levantó con parsimonia, y eso provocó que volvieran a aporrear con más fuerza.
-          Ya va. Ya va. –gruñó.

Al abrir la puerta, las bisagras chirriaron. Se encontró de frente con dos guardias de mayor rango. Los miró extrañado.
-          ¿Me he dormido? ¿Qué hora es? –preguntó.
-          El Comisario quiere verle. –uno de ellos le hizo un ademan para que saliera.

No comprendía nada. Cuando salió a la terraza, vio que aún no era ni mediodía. Se había dejado su reloj en la celda. Caminaron y subieron escaleras, hasta llegar al despacho del Comisario. Desde fuera se podía escuchar el ruido de música y risas. Uno de los guardias, llamó con cuidado. Nada comparado a cuando aporrearon su celda. Se escuchó como bajaba el volumen, y abrió la puerta. Esta también chirrió por las bisagras. Apareció un hombre joven. De unos treinta y pocos años. Pelo largo y lacio hasta los hombros. De estatura más baja que todos los presentes.
-          Señor Comisario, el vigía Lorenzo. No hemos encontrado a su compañero. –anunció uno de los guardias.
-          Adelante. –se retiró en un acto educado de la puerta.

Ambos guardias empujaron por la espalda a Lorenzo. Era la primera vez que entraba allí. Y solo entraban, quienes tenían problemas. Pero eso no hizo que se pusiera nervioso. Observó la estancia. Considerablemente más grande que su celda, y con todo tipo de lujos. Hasta una televisión y varios licores sobre una estantería, mezclado con libros. Había un escritorio y una silla. Por lo que tuvo que permanecer de pie.
-          Y ¿bien? –preguntó a la vez que se sentaba- ¿Dónde podemos encontrar al vigía Alonso?
-          Disculpe Comisario… ¿no está en su celda descansando? –preguntó Lorenzo.
-          De ser así ¿no crees que ya estaría aquí y me podría haber ahorrado la pregunta? –sonrió burlonamente.
-          Claro Comisario. Disculpe que le haga perder el tiempo. –sabía que no le gustaba que le hicieran perder el tiempo.
-          Esta va a ser la segunda vez que hago la misma pregunta. –estiró las palabras- ¿Dónde podemos encontrar al vigía Alonso?
-          Lo siento Comisario, después de terminar nuestro turno, nos separamos. –contestó fingiendo miedo.
-          Eso no contesta mi pregunta. Pero fingiré que me has contestado: “No lo sé señor Comisario” –dijo imitando a un hombre aterrorizado.
-          No lo sé señor Comisario. –repitió Lorenzo, con la esperanza de que fuese complacido.
-          Eso está mejor. –sonrió con aires de superioridad.
-          Según vuestro informe, anoche fue de lo más productivo. Nada más y nada menos que cuarenta. Supongo que no os daría tiempo a dormiros como holgazanes que sois.
-          Si señor Comisario. –se limitó a contestar.
-          Como buenos vigías que sois, no quemasteis los cuerpos hasta la siguiente ronda. ¿me equivoco?
-          Si señor Comisario. –contestó.
-          Mejor…-estiró la palabra unos segundos- porque, casualmente, anoche la mujer de un herrero. En mi opinión, el mejor herrero. Se escapó de su casa tras una discusión con su marido, y no ha vuelto aun. ¿No sabréis nada?... por casualidades de la vida…
-          No señor Comisario. –dijo algo nervioso, pero sin que se notase demasiado.
-          He ordenado a un grupo, de mi máxima confianza, que registre todos los fosos del perímetro. ¿Crees que podríamos encontrar algo inesperado en el foso de vuestro puesto? Lo digo más que nada, porque nos ahorraría mucho tiempo y recursos valiosos. Siendo de mi máxima confianza, me han rebajado el coste de esta tarea. Pero aun así, va a ser elevado.
-          No señor Comisario. Al menos hasta nuestro turno. –contestó.
-          Esa es la respuesta que me esperaba. ¿Acaso me está diciendo que vuestro relevo puede esconder algo?
-          No señor Comisario. Solo digo, que el vigía Alonso y yo, no mantuvimos contacto con ningún vivo en toda la noche. En caso de que encuentren algo en nuestro foso, debo decir en mi defensa que no hemos podido ser nosotros.

El Comisario se quedó mirándolo pensativo. Por alguna razón, era consciente de que Lorenzo le estaba mintiendo. Pero no podía demostrarlo.
-          Encuentren al otro y encarcelarlo. –ordenó mientras subía el volumen del televisor. Donde estaba viendo una película.
-          Señor Comisario…-aquello no le gustó nada-… creo que comete un error. El chaval no ha hecho nada.

Se giró hacia Lorenzo y bajó de nuevo el volumen.
-          Entonces… ¿Por qué no está descansando? –preguntó casi a gritos.
-          Suele ir a leer libros a la biblioteca. –contestó abrumado.
-          Búsquenlo. –ordenó a sus guardias- Hasta que no aparezca, llevarlo a una celda. –señaló a Lorenzo.

Había perdido la noción del tiempo. No sabía si llevaba horas o días. Ni siquiera le había traído un vaso de agua. En realidad estaba más preocupado por Alonso, que por él mismo. Si por alguna razón había escapado y lo atrapaban, confesaría ese mismo instante. Ese era su mayor defecto. La sinceridad ante todo. Por su parte, ya comenzaba a hacerse a la idea de que los ahorcarían. Fue un error tirar el cuerpo de la mujer al foso. Pero fue lo primero que se le ocurrió. Esa noche no pudo dormir. Cada vez que escuchaba pasos, se ponía todo su cuerpo en tensión. Siendo de madrugada, abrieron la celda. Su corazón palpitaba a tal velocidad, que casi le costaba reaccionar. Los dos mismos guardias, le hicieron ponerse de pie y lo sacaron de la celda. Les preguntó si habían encontrado al chico, pero no contestaban. Eso era mala señal. De nuevo se encontraba frente a la puerta del Comisario. Era muy tarde. No podía ser nada bueno mantener despierto a la máxima autoridad. Cuando entró en la habitación, Alonso estaba de pie frente al Comisario. Para su sorpresa, ambos se reían amistosamente.
-          Buenas madrugadas, vigía Lorenzo. –se levantó gentilmente, y le extendió la mano. Lorenzo dudó por un momento.
-          Hola. –se limitó a contestar.
-          Oh, ¿no me digas que me guardas rencor? –se burló.
-          No señor Comisario. Estoy cansado. Solo es eso. –mintió.
-          Lo entiendo. Permíteme presentarle mis más sinceras disculpas. Tanto a usted como al vigía Alonso. Hemos comprobado su foso. Satisfactoriamente, para vosotros por supuesto, no hemos encontrado nada.
-          ¿Y el chico? ¿Dónde estaba? –preguntó intrigado.
-          Jajajaja. –se rio desenfadado- ¿En la biblioteca? No. Lo encontramos en el prostíbulo, parece ser que era su primera vez, y se quedó dormido. Según la prostituta, le dejó dormir en su cama por la buena propina que le dio.

Lorenzo miró a Alonso desconcertado. El chico, fingió vergüenza.
-          Así que nada. Quedan absueltos. –concluyó el Comisario- Les concedo dos días libres. No es una recompensa. Que quede claro. Están cansados, y necesitamos vigías en plenas condiciones. Les recomiendo, que no gasten sus honorarios ni sus fuerzas con prostitutas. –entonces susurró- Son unas arpías…

Lorenzo esperó a alejarse lo suficiente para poder hablar sin ser escuchados.
-          Me vas a explicar que cojones ha pasado. –estaba enfadado pero aliviado.
-          Tranquilo, como siempre, ya me ocupo yo del trabajo sucio ¿recuerdas?
-          ¿Con una puta? Eso sí que no me lo esperaba.
-          Cuando nos separamos, pasé por delante de la herrería. Un hombre hablaba con un guardia sobre que su mujer se fue de noche tras una discusión y todavía no había vuelto. Entonces regresé al foso. Por suerte, nuestro relevo, estaba ocupado durmiendo en el bosque. Saqué a la mujer del foso y la tiré al rio.
-          ¿Al rio? Está a dos kilómetros… -se asombró.
-          Le quité un caballo a uno de los vigías, y la subí. Regresé al castillo, y hable con Leticia. Resulta que es amiga mía. Llegamos juntos al principio de todo. Le pedí el favor de que mintiera por mí y lo hizo.
-          ¿Leticia? ¿pelirroja? ¿Grandes tetas? –puso cara de tonto.
-          Si, esa misma.
-          Joder, me la habré tirado cientos de veces… y ¿dices que es amiga tuya?
-          Si. Qué más da. Me da igual lo que haga.

Cada uno se fue a su celda, y no se volvieron a encontrar hasta pasados los dos días libres que les concedió el Comisario. Su turno era de día, y mientras esperaban a que regresase su relevo, hablaron sobre lo sucedido. Se habían librado de una buena. El relevo llegó y les informaron de una crecida momentánea de llegada de muertos. Que tuvieran cuidado. Cabalgaron sobre su perímetro varias horas. Algunos muertos que vagaban sueltos, los abatían desde los caballos. Cuando pararon para comer, encendieron un fuego. No había parado de nevar en todo el día. Se calentaron un poco mientras, Alonso desollaba un conejo que había cazado con el arco. Escucharon un ruido y Alonso miró a Lorenzo.
-          Ya. Tranquilo. Ya voy yo. No quiero que luego me digas que lo haces todo tú. –se esforzó por contener una carcajada.

Alonso, satisfecho, continúo con su tarea sin prestar atención a lo que hacía Lorenzo. Sin embargo no escuchó nada. Antes de que se pudiera dar la vuelta para preguntarle, notó  el frio filo de un cuchillo grande en su garganta.
-          No te muevas o te corto el cuello. –dijo una voz- ¿Dónde está la gente que habéis robado?

martes, 21 de agosto de 2018

La nieve los trajo. Capítulo 33.



Capítulo 33.

Cuando Alicia se despertó se encontraba sumamente cansada y dolorida. Escuchó el ruido del motor, y por un momento no recordaba donde estaba. Tuvo que esperar un minuto antes de volver a la realidad. Era de día. Con un sol espléndido. Algo poco habitual en las últimas semanas. Iban a poca velocidad, pero constante. Era una carretera montañosa con calzada ancha. Las curvas no eran peligrosas, y el verde de las montañas contrastaba con la imagen que recordaba de días pasados. Trató de mover un brazo, pero los puntos del hombro le tiraban. Mellea, que hasta ese momento no se había dado cuenta de que estaba despierta, la miró sonriente.
-          ¿Cómo te encuentras? –dijo la joven.
-          Me duele todo. –susurró- ¿Dónde estamos?
-          A decir verdad, no tengo la más remota idea. Llevo conduciendo dos días. Pensaba que no te despertarías nunca.
-          ¿Dos días? ¿he estado inconsciente dos días? –preguntó atónita.
-          Bueno, anoche de madrugada, mientras descansaba pediste agua sin abrir los ojos. Por eso no estaba tan preocupada.
-          Y ¿tú?, ¿estás bien? ¿Has descansado? –preguntó interesada.
-          Si. No te preocupes. La primera noche, aparqué en una nave de un polígono industrial y cerré las puertas. Y anoche, en el granero de una granja apartada. Sin problemas.-contestó sin preocupaciones.
-          Necesito mear. –dijo sin contemplaciones.
-          Mira, estamos casi al lado una urbanización de lujo. Pararemos y descansaremos un rato.

Aquella urbanización, constaba de tres casas. Solo tres casas. Sin embargo, eran tan grandes que podían ocupar hasta doce casa normales. Se notaban que eran de última construcción. Incluso, tenían la apariencia de no estar habitadas. Como de ser el capricho de algún ricachón de la zona. Tenían altos muros de ladrillo aun sin enfoscar. El edificio interior si estaba terminado, con un reluciente color blanco y gris. En la parte superior, orientado al sol, varias placas solares aun sin conectar. Dos o tres ventanas sin marcos. Se detuvieron delante de la primera. La puerta peatonal no estaba cerrada. Careciendo de cerradura. La entrada de vehículos, se podía abrir manualmente. Mientras lo hacía, vio que se acercaban cuatro muertos. Dudó en atacarlos. Pero si los dejaba a su aire, golpearían incesantes la puerta y atraerían a más. No se anduvo con contemplaciones. Cuatro disparos certeros. El ruido provocó un largo eco. Escudriñó un buen rato las inmediaciones, hasta que aparecieron dos más. En esta ocasión, con un cuchillo, considerablemente más pequeño que los machetes de Alicia, los mató. Con la zona, más o menos despejada, logró entrar con el coche dentro de la mansión. No sin antes, romper un  piloto trasero y el retrovisor derecho. Cerró bien las dos puertas e inspeccionó el interior de la casa antes de ayudar a Alicia a salir del coche. La casa estaba en buen estado, pero no disponía de muebles.
-          Es mejor que nada. –dijo Alicia.
-          Aunque hubiera estado bien disfrutar de algunos lujos, ¿no te parece? –sonrió.

Aprovechó que Alicia estaba en la baño, para ver con detalle la casa. Pasó por el jardín trasero. Se encontraba una enorme piscina, sucia con el tiempo. El césped había crecido considerablemente. Por suerte, en unas tumbonas encontró dos colchones. Los pasó para adentro. Al volver, encontró a Alicia sentada al lado de un ventanal.
-          Deberíamos quedarnos unos días aquí hasta que me cure. Si continuamos y nos vemos en peligro no podré hacer nada. –dijo con la mirada distraída- ¿Quedan antibióticos? Me encuentro algo febril.
-          Sí, mucho. Las monjas nos debieron de dar todo lo que tenían.

Volvió del coche con una caja de antibiótico y una cantimplora. Alicia se había recostado en uno de esos colchones del jardín. Tiritaba a pesar de hacer calor. Se tomó una pastilla, y además, comió media manzana. Mellea se recostó a su lado. Así permanecieron varias horas. El silencio solo era roto cuando ellas dos respiraban. Mellea se durmió sin darse cuenta. No se percató de lo cansada que estaba. Alicia, daba cabezadas de vez en cuando, pero se despertaba cuando la fiebre era alta. Daba tragos cortos al agua. No les quedaba mucha. Por no despertar a Mellea, se levantó mareada a por una de las mantas. Se arropó con ella y se acurrucó. Los temblores eran cada vez más espasmódicos. Recordó la vez que se quedó en cama por seis días, por una fuerte gripe. Le puso peor cuerpo, el imaginarse otros seis días allí tirada en aquel colchón del jardín. La noche invadió la casa. Se quedó completamente a oscuras. Incluso lo agradeció. No le preocupaba la seguridad de fuera. Mellea se había ocupado a la perfección de bloquear todas las posibles entradas. Intento sin éxito relajarse. Bebió otro trago de agua, pero no pudo contenerse y casi se acabó la cantimplora. El agua estaba fresca, y su garganta, así como el resto de su cuerpo, lo agradeció. Poco a poco, el sueño la volvía a invadir y se quedó plácidamente dormida.
Se sentía mojada por todas las partes de su cuerpo. El radiante sol entraba por los ventanales. El pelo sudoroso se le pegaba por la cara. Las heridas de los brazos y del hombro le palpitaban. El sentido del olfato hizo aparición. Olía a quemado. A madera quemándose. Se removió lentamente, quitándose la manta. La ropa estaba mojada por todas partes, y el olor a sudor, hizo que se diera asco a sí misma. Siguió, tambaleándose, el olor a humo. Supuso que sería Mellea, ya que su colchón estaba vacío. Llegó hasta el jardín, y vio a Mellea metiendo unas ramitas en un fuego. Encima del fuego, había puesto una cazuela grande. Recordó verla en el asilo de las monjas.
-          ¿Qué haces? –preguntó de tal forma que no se asustase.
-          He visto que te has terminado toda el agua. He abierto un grifo y ha salido. Supongo que será de los acumuladores del sótano. Ante la duda, la estoy hirviendo. Tendrás que esperar a que se enfrié para beber. –contó más seria que de costumbre.
-          Vale. –contestó sin más.

Estaba tan cansada y dolorida, que prefirió volverse a descansar. Al pasar por un cuarto de baño, vio que había una ducha. Abrió el grifo y salía un hilo de agua. Se quitó la ropa y se mojó hasta que dejó de caer agua. Se tapó con la manta y se volvió a quedar dormida. Cuando se despertó era de nuevo de noche. Mellea estaba sentada enfrente. Con la mirada perdida. Alicia, la miró con tristeza. No se había percatado, de lo que una chica de su edad estaba pasando. Lejos de su familia. Familia que vio morir. Sin ninguna meta, que estar con ella. ¿Se estaba dejando llevar por aferrarse a alguien? Era normal. Alicia sentía lo mismo. Entonces, vio como le salían lágrimas y recorrían sus mejillas. No era un llanto desesperado. Era un llanto melancólico. Triste.
-          Mellea… -susurró Alicia-… ¿estas segura de que quieres acompañarme?
-          ¿Por qué me preguntas eso ahora? –contestó sin mirarla.
-          No se…
-          Queda poco para que lleguemos a tu casa. Tengo miedo por lo que pueda pasar si encontramos a tu familia. –confesó- Ahora te sigo, porque no tengo a ningún sitio donde ir. Sé que soy capricho tuyo. No es la primera vez que me pasa. Pero ahora es distinto. Antes podía volver a casa con mis padres.
-          Cariño… -se dio cuenta de que le caía una lagrima a ella también-… no eres un capricho. Pero tampoco sé lo que siento. Lo que sí puedo asegurarte, es de que soy sincera contigo. Te digo la verdad, si te dijera que no quiero encontrar a Ricardo. Pero también te digo la verdad, cuando digo que a mis hijos… los quiero encontrar. Me gustaría decirte, que todo va a ir bien. Pero ni siquiera yo sé que va a pasar.
-          ¿Y si no me aceptan?
-          Pues tendrán que hacerlo.

Aquello no confortó a Mellea. Que se levantó y salió al jardín. Los siguientes días, Mellea se encargó de encontrar más agua. Mientras Alicia se recuperaba, mataban el tiempo jugando al ajedrez. Se lo habían llevado del asilo. Los besos y las caricias habían cesado. Ninguna se atrevía a sacar el tema otra vez. Desde una ventana de la planta superior, tenían una amplia visión del exterior. Les reconfortaba poder vigilar su refugio temporal. Pasaron varios grupos de muertos sin rumbo. Dos grupos de supervivientes, que caminaban. Uno de ellos, trató de invadir el refugio, pero al ser sorprendidos por unos muertos, escaparon. El segundo grupo de supervivientes, pasaron a la casa de al lado. Aun desconocían, si seguían allí o continuaron su camino. En cualquier caso, pasados ocho días las existencias de fruta y verdura se terminaron. Por no decir del agua. Era el momento de continuar.
Alicia dejó que Mellea siguiera conduciendo. Entre otras cosas, porque los puntos no estaban curados del todo. Estaban llegando a Andorra. Seguían conduciendo por carreteras montañosas. El buen tiempo que había hecho aparición, poco a poco se difuminaba. En la frontera, vieron los restos de un asentamiento militar. Alicia casi se sintió aliviada al ver la bandera española. Era como volver a casa. Aun le quedaban muchos kilómetros y días de viaje, pero al ver la bandera le inyectó algo de moral. Los tanques y barricadas, les impedían el camino. Estuvieron un buen rato, mirando el mapa buscando una alternativa. De hecho, a partir de ese punto, Nestore no dejó anotaciones. Le señaló el lugar exacto de su pueblo a Mellea. En ciertos momentos, la notó nerviosa. Retrocedieron varios kilómetros, hasta una aldea de poco más de quince casas. Los pocos coches que había, estaban apartados hacia un lado. Alguien los movió por la forma en la que estaban. Unos metros más adelante, en el suelo se encontraba un reguero de cadáveres amontonados. Las puertas de las pequeñas casas estaban abiertas. Con un rápido vistazo desde el coche, se podía observar que ya no contenían nada en su interior. En el edificio más alto, por decirlo de alguna manera, ya que era la única con dos plantas, tenía todas las ventanas y la puerta cerrada. Aparcado en la misma puerta, un coche todoterreno. En buenas condiciones. Quizá por el ruido del motor al pasar, la puerta se abrió. Apareciendo un hombre de avanzada edad y con una escopeta de caza. Las apuntaba con gesto dubitativo. Al verlas a través de la ventanilla, bajó el arma y levantó lentamente la mano saludando tímidamente. Alicia, le pidió que se detuviera.
-          Buenas tardes, buen hombre. –gritó Alicia al bajar la ventanilla de cristal.

El hombre tan solo movió la cabeza con un movimiento hacia arriba.
-          ¿Habla español? –preguntó Alicia.

De nuevo repitió el gesto.
-          ¿Podría decirnos si por esta carretera podemos evitar el campamento militar? –continuo preguntando.

En esta ocasión no hizo ningún gesto de aprobación o negación. Las miró un buen rato. Se frotó el pelo canoso y alborotado ya de por sí. Y entonces habló.
-          ¿De dónde vienen? –preguntó con una voz suave.
-          De Italia. Voy en busca de mi familia. –contestó Alicia.
-          Llevo mucho tiempo sin hablar con nadie. ¿Tienen hambre? Acabo de matar un cordero, y sería una pena que tuviera que tirar más de la mitad.
-          ¿Qué nos pide a cambio?
-          Un poco de conversación y ayuda por unas horas.

Mellea miró a Alicia. Ambos se miraron. No confiaban en aquel hombre. Aunque, llegado el momento, entre la dos no suponía un peligro.
-          ¿Qué tipo de ayuda por unas horas? –preguntó Alicia inquieta.
-          Sacar agua de un pozo. Mis brazos ya flaquean. Limpiar un poco la casa. ¿Les parece buen trato por medio cordero?
-          Aceptamos. –confirmó Alicia- Pero añadimos la información para evitar el camino bloqueado y continuar nuestro camino.
-          Eso es gratis. –dijo el anciano.

Aparcaron al lado del otro coche. El anciano, miró el interior y se apartó asustado al ver los dos machetes de Alicia. Está a verlo, casi hasta se sorprendió. Pero no hizo ningún comentario. Aunque, le dio instrucciones a Mellea de que escondiese su pistola. Les podría hacer falta. Pasaron dentro de la casa. Olía a aceite quemado, basura y a sangre. Al llegar a la cocina, muy amplia, vieron un cordero a medio desollar. De ahí el proveniente olor a sangre. El anciano, dejó su escopeta encima de una mesa. Se colocó un delantal rojo por la sangre, y con el cuchillo afilado continuó su trabajo.
-          Aún no he terminado de limpiarlo. Si son tan amables, por aquella puerta –se la mostró apuntando con el ensangrentado cuchillo- está el pozo. Necesitaremos al menos veinte cubos.

Sin dejar de observar al anciano, salieron a la parte posterior del edificio. No había vallas ni protección alguna. El pozo, se encontraba a unos veinte pasos a la derecha. Cada cubo de agua, lo llevaron hasta un deposito casero en lo alto del edificio, que suministraba a través de una chapuza de conexiones, a toda la casa. Para su sorpresa, la planta alta contrastaba considerablemente con la planta baja. Estaba limpia y ordenada. Muy pulcro. Estuvieron a las órdenes del anciano, hasta que cocinó en un horno de leña al animal. Habían recogido varias estancias de aquella planta, sacado la basura y rellenado una vez más el depósito de agua para ducharse y beber agua.
Las insistió a tomar asiento, en la misma mesa donde habían desollado al animal. Pero estaba reluciente y sin una sola gota de sangre. Parecía otra estancia. Sacó una botella de vino, tres copas y la bandeja del animal asado encima de la mesa.
-          Habéis trabajado muy bien. –dijo el anciano con una voz tan suave que les ponía los pelos de punta- Decidme… venís de Italia. ¿Allí está igual que aquí?
-          Igual. –contestó Alicia antes de dar un sorbo al vino.
-          Habéis viajado mucho buscando a vuestra familia.
-          Mucho. Y los peligros son constantes. ¿Cómo ha sobrevivido usted solo?
-          Al principio tuve la ayuda del ejército. Los cadáveres que habéis visto a la entrada, son mis vecinos. Uno de ellos mi nieto y su mujer. Se encontraban aquí de visita cuando sucedió todo. Yo me escondí aquí todo el tiempo. De vez en cuando, venía un soldado para asegurarse de que me encontraba bien. Hasta que dejó de hacerlo. Sabía dónde tenían el campamento. Me acerqué y lo vi todo abandonado. No había ni muertos ni vivos. Supongo que se fueron en busca de algo. Desde entonces… ¿a qué día estamos hoy?

Aquello les cogió por sorpresa. Ellas tampoco habían llevado la cuenta de los días. El anciano lanzó un suspiro de decepción.
-          Supongo que es difícil llevar la cuenta. –dijo.
-          Si. Supongo. –confirmó Alicia.
-          ¿Qué te ha pasado en los brazos? –se fijó en las heridas de Alicia- ¿Y a ti? –señaló su oreja, preguntando a Mellea.
-          En las montañas francesas, nos atacaron unos lobos. –contestó Alicia.
-          ¿Y ella? –preguntó extrañado- ¿No habla español?
-          Si lo hablo. Muy mal, pero lo entiendo todo. Lo que me ocurrió a mí no es de tú incumbencia. –gruño de mal humor la joven.
-          Parte del trato, era conversación. –recordó.
-          Lo recuerdo. –intervino Alicia- Hemos pasado por muchas cosas. Debe darnos tiempo.
-          Por supuesto. –no dejaba de mirar a Mellea.
-          La cena estaba estupenda. –dijo Mellea por no estropear el trato.
-          Te lo agradezco. –sonrió el anciano dudosamente.

Después de cenar, recogieron todo y se guardaron la comida que sobró. Ese era el trato. El anciano les invitó a pasar la noche. A pesar de no confiar del todo, aceptaron. Según les dijo, aquella zona no era tan peligrosa de morir a manos de los muertos. No podían desaprovechar la ocasión. Subieron a la planta de arriba, y les indicó en que habitación podían dormir. Era una habitación infantil. Según le contó el anciano, era de su hija cuando aún vivía con él. Cuando se hizo mayor, se marchó en busca de oportunidades y la dejó tal cual la dejó. Los juguetes y objetos personales, estaban tan viejos que si los tocaban se rompían. La cama estaba polvorienta. Pero les dio igual.
Por la mañana, el olor a chocolate caliente las despertó. Cuando bajaron, se encontraron la mesa llena de dulces y una jarra de chocolate caliente.
-          Buenos días, mis señoras. –sonrió orgulloso- Esperaba una ocasión especial para gastar este chocolate.
-          No debió hacerlo. –dijo Alicia abrumada.
-          No se preocupe. Corre a cuenta de la casa. El trato finalizó ayer noche.
-          ¿Por qué es tan amable con nosotras? –preguntó Mellea desconfiada.
-          Por lo mismo que vosotras. –se puso serio- Confió en vosotras tanto como vosotras en mí. Prefiero ser amable, ofreceros algo provechoso a cambio de algo. He visto como custodias tu arma debajo del abrigo. Y las espadas de tu madre. Sé que no dudaríais en matarte por un poco de agua y chocolate. Al menos así, puede que consiga sobrevivir un día más.

Alicia miró con las cejas arqueadas a Mellea, y después al anciano. No pudo contener una carcajada, que sorprendió al anciano y la joven.
-          Qué situación más absurda. –confesó entre risas- El mundo se ha vuelto loco de verdad. Ya no confiamos los unos en los otros. No culpo a nadie. En fin… terminemos esto y nos largamos.
-          ¿No te entiendo? –preguntó el anciano.
-          Es cierto que no confiamos en ti. Pero no me negarás que tanta amabilidad es sospechosa. Nosotras solo le preguntamos por un camino. Nada más. Fue usted quien nos invitó a comer, a beber, a asearnos… ¿Quién sabe cuáles eran sus intenciones?
-          Les pido disculpas si… por dios, que vergüenza. –se tapó la cara con las manos.
-          Ha sido usted amable. Le estamos agradecidas por ello. –dijo Mellea al ver al anciano.

Se terminaron el desayuno, mientras hablaban con más confianza entre ellos. En cierto modo, a Alicia, le dio mucha pena aquel hombre. Pero debían continuar su camino. Antes de marcharse, sin saber porque, Mellea le dio un abrazo al anciano y le dijo algo al anciano que provocó desconcierto y abrumo. Miraron por el retrovisor mientras se alejaban, viendo como aquel pobre hombre pasaría sus próximos años de vida solo. No era un lugar de paso, y las posibilidades de encontrarse con alguien honrado eran escasas. 
-          ¿Qué le has dicho? –preguntó curiosa.
-          Que no eras mi madre… si no mi amante. –rio a carcajadas.