viernes, 10 de agosto de 2018

La nieve los trajo. Capitulo 27


Capítulo 27.

 

 

Cada vez que se golpeaban contra el coche, parecía como si fueran a entrar. Mellea tenía los ojos cerrados con fuerza. Trataban de no moverse ni un ápice. Cualquier movimiento, y los muertos se darían cuenta de su presencia. Algunos empezaban a amontonarse por el lado derecho. Pero en cuanto podían avanzar, lo hacían. Alicia miró hacia la parte trasera del coche, donde tenía los machetes en su funda. Pensaba en como cogerlos, en caso de necesitarlos. Un fuerte golpe, la distrajo. Era un muerto de grandes dimensiones. Miró hacia la ventanilla, y hacía gestos con la cara, como si estuviera regañando a quien fuera que no le dejaba avanzar. Fue moviéndose hacia la parte trasera, rozándose con la carrocería y en cuanto pudo continuar hacia adelante, se alejó. Aquello no paraba. No dejaban de pasar. Incluso, uno, parecía que miraba hacia el interior. Justo donde estaban ellas. Emitió un gemido que paralizó a ambas mujeres. Sin embargo, el muerto, una vez que le dejaron avanzar, se marchó. Así una hora, y otra. En unas angustiosas tres horas y media, tenían entumecidas las extremidades dada la posición en la que se encontraban. Tan solo los más rezagados, se golpeaban contra el coche. Alicia se aventuró a mirar por la ventanilla. Aún quedaban muchos llegando hacia su posición. Volvió a esconderse bajo el salpicadero. Aunque, con mucho cuidado, deslizó el asiento hacia atrás, para encontrar una más cómoda posición. Mellea imitó el gesto.

Hacía ya unos veinte minutos que no se golpeaba ninguno contra ellas, pero les atemorizaba moverse de esa posición. Unas tímidas gotas se estrellaban contra los cristales. Lo que les advirtió de que pronto empezaría a llover.

-          ¿Miramos a ver? –preguntó Alicia.

 

Mellea se encogió de hombros. Muy lentamente, se asomó por la ventanilla. No vio a ninguno. Se deslizó hacia la otra, para ver en la dirección en que se marchaban. Allí veía a los últimos. A unos quince metros. Le avisó a su compañera, de que debían esperar un poco, antes de continuar. Ya que habían logrado sobrevivir, no era necesario ponerse en peligro por unos minutos más. La lluvia llegó por fin. El cielo se ennegreció a pasos agigantados, y la lluvia golpeaba con dureza sobre el techo del coche. Si no fuese ya habitual, que en cualquier momento, una tormenta de esas características cayese sobre ellas, se habrían asustado. A pesar de que ya no había muertos cerca, permanecieron en el interior del vehículo. Aunque en esta ocasión, se elevaron hasta el asiento.

-          No consigo acostumbrarme a esto. –susurró Mellea a pesar de ser las únicas personas allí.

-          Ni tu ni nadie… -aclaró Alicia.

 

No era prudente quedarse en aquel lugar por la noche. Por lo que Alicia, le pidió que le dejase conducir. Se intercambiaron los asientos, y con algo de miedo arrancó el motor. La lluvia era intensa, y los parabrisas no daban abasto. Aun así, recorrieron varios kilómetros hasta las cercanías de un cruce. Alicia sacó el mapa, y con ayuda de las indicaciones exteriores, supieron donde se encontraban. El siguiente pueblo, marcado por Nestore como poco peligroso, quedaba a escasos ocho kilómetros. Sin embargo, buscar un lugar tranquilo para pasar la noche en una localidad donde pudieran existir muertos recorriendo las calles, no les atraía en absoluto. Un relámpago las sacó de su ensimismamiento. Se habían quedado absortas, pensando en las posibilidades. Mellea se encogió de hombros y con una mueca de la cara, le estaba diciendo que continuase. Por su parte, Alicia, chasqueo la lengua y continuo la marcha. Aunque con la velocidad reducida a veinte kilómetros por hora. Algo le decía que no fuese más rápido. Las inmediaciones de aquel pueblo llegaron antes de lo que imaginaban. El lugar parecía tranquilo. Incluso dirían, que por allí no había hecho aparición la muerte. Pero lejos de aquella realidad, era que sí que había hecho aparición. Aunque la población parecía del todo desierta, no había rastros de violencia ni cadáveres por el suelo tal como estaban acostumbradas a ver. Incluso los escasos vehículos descansaban debidamente estacionados. Tan solo un cubo de basura con ruedas, era el único movimiento que percibieron. Se movía impulsado por el fuerte viento que producía la tormenta, que no les daba tregua. Esperaron a que el propio viento apartara el cubo, y continuaron deambulando por aquellas desiertas calles. No tardaron en encontrar la salida, pues no era una gran población. Alicia dudó en accionar las luces del coche, pues la luz exterior era ya muy escasa. Por suerte, el viento ahora soplaba desde atrás, por lo que el agua estrellándose en su cristal delantero no era tan molesto como antes. Lo cierto, es que el viento se volvía más brusco por momentos, llegando a agitarlas dentro del coche. Ya habían salido varios kilómetros de aquella población fantasma, así que consultaron de nuevo el mapa. La siguiente población estaba a más de cuarenta kilómetros.

-          Tenemos que encontrar un lugar resguardado, Alicia. –le recordó la joven.

-          Lo sé, lo sé. Pero no me parecía que ese pueblo… da escalofríos. –repuso.

 

Antes de que pudiera terminar la conversación, se percató de algo en el horizonte. Una muralla de piedra de poco más alto que un metro, con un edificio, del mismo material en su interior. Pero no era eso lo que le llamó la atención. Era las ventanas iluminadas en su interior. Incluso percibió movimiento. Se detuvieron frente a la puerta metálica en forma de arco, con unas enorme y puntiagudas varas en forma de flecha en la parte superior. La puerta, de doble hoja, tenía dos enormes cadenas de hierro, entrelazadas. Supuso que por el otro lado, habría también dos enormes candados. Sin bajarse del vehículo, escudriñaron los anexos interiores del edificio. Lo que parecía haber sido en algún momento un jardín con flores y árboles, estaba anegado por las recientes lluvias y tormentas. Un viejo y enorme tronco, yacía desplomado en uno de los laterales. Mientras decidían que hacer, se percataron de la presencia de una figura que deambulaba por el interior de aquel recinto. Caminaba con dificultad, y las ropas mojadas y más grandes que su talla, le colgaban dándole un aspecto extraño. Algo les extrañó, cuando se agachó para recoger algo del suelo. En ese instante, como si le hubiera asustado la presencia de las mujeres vigilándole desde dentro, giró bruscamente la cabeza hacia ellas. Se levantó lentamente, permaneciendo de pie. El hombre, de aspecto demacrado, con una melena blanca y empapada casi hasta el cuello, y con barba del mismo color, entrecerró los ojos. Como si alguien le estuviera hablando, elevó su mano y con el dedo las señaló. Segundos después, apareció una segunda figura. Por las ropas que usaba, supusieron que era una monja. Era menuda y encorvada. Con aspavientos, se acercó hacia la verja metálica. De debajo de la túnica negra y blanca, sacó un manojo de llaves. Algo le dijo el hombre de pelo blanco, ya que la anciana monja se giró para contestarle. Sin embargo, con torpeza y excesiva lentitud, logró abrir dos pesados candados. Dejó caer al suelo las pesadas cadenas, y abrió la puerta. Alicia, pese al aspecto inofensivo de la monja, miró de reojo a la parte trasera, donde reposaba su mochila porta machetes. La mujer se acercó con lentitud hacia la ventanilla donde estaba Mellea y golpeo en ella muy suave. Mellea, buscó con la mirada a Alicia. Pero la ventanilla ya empezaba a bajarse.

-          Buenas noches señoritas. –dijo la monja en italiano, pero con un claro acento extranjero- ¿Qué se les ofrece?

-          ¿Qué es este lugar? –preguntó Alicia en un pésimo italiano.

-          Un lugar seguro, en estos días de calvario. –sonrió la monja.

-          Venga, no me jodas. –se enfadó Alicia.

-          Disculpe señorita, pero no la he entendido.

-          Dice mi amiga, que se refiere al edificio. –tradujo Mellea tratando de suavizar las palabras de Alicia.

-          Es un antiguo monasterio de clausura, que desde hace algún tiempo lo hemos convertido en asilo para personas mayores. Aunque últimamente, sus familiares no vienen mucho aquí de visita. Ya sabe…

-          Si, lo sabemos. ¿podríamos pasar la noche aquí, aunque sea en algún cobertizo? –preguntó Mellea.

-          Por supuesto. Les abriré la puerta para que puedan estacionar cerca. Llueve mucho, y no es bueno que se mojen. –su semblante tranquilo y amigable ponía de los nervios a Alicia.

 

La anciana mujer abrió la otra puerta, de modo que dejaba pasar sin dificultad el vehículo familiar. Mientras pasaban, el otro anciano solo se apartó cuando la monja le agarró del brazo. Al bajar, vieron como en las ventanas inferiores, se encontraban amontonadas varios inquilinos. Los miraban con expectación.

-          Tienen que disculpar a Paolo. Sufre demencia, y por un descuido mío, ha salido aquí fuera. –decía la monja- Acompáñenme.

-          ¿A dentro? –preguntó Alicia extrañada.

-          Por supuesto, joven. ¿No pensará que les voy a permitir que se hospeden aquí fuera?

 

La puerta principal se abrió en ese momento. Otras cuatro monjas, igual de ancianas que la otra, les hacían gestos para que se apuraran. Al entrar, notaron un calor intenso. Embriagador. Además de un olor a incienso, que por momentos era insoportable. No pudieron contar cuantas personas había. Pero supusieron que muchas. Todos ancianos y ancianas. Las miraban como si fuera la primera vez que veían alguien distinto a ellos. Aquel recibidor, decorado con multitud de cuadros religiosos, daba la sensación de que las figuras pintadas las seguían con la mirada.

-          Si son tan amables, les acompañaré a una sala de visitas donde podrán acomodarse. Espero que no les importe. –les dijo la monja.

 

La siguieron subiendo unas escaleras amplias, en el centro del recibidor. Pasaron por una puerta, y entre el largo pasillo lleno de habitaciones, les indicó que sala. Aunque no les hizo falta, ya que un cartel en la puerta lo indicaba. Dentro, había don sillones dobles, una mesita central. Y como no, todo tipo de referencias religiosas.

-          Tenemos un sobre stock de ropa donada. Está al final del pasillo, junto al despacho de la madre superiora. Si lo desean, pueden tomar algo de ropa seca y cambiarse. En diez minutos, daremos la cena. –informó- A propósito… ¿Cómo puedo llamarlas?

-          Alicia, y ella es Mellea. –contestó.

-          Gracias. Yo soy la madre Holbein. –les indicó la monja.

-          Usted no es de aquí ¿verdad? –preguntó Mellea.

-          No, hija mía. Aunque llevo tantos años aquí, que ni siquiera recuerdo ya el nombre de mi pueblo natal. En Alemania. –contestó- Apúrense, si quieren cenar.

 

Dejó a las dos allí, aunque antes de salir, les indicó con el dedo, donde estaba aquel cuarto con la ropa. Caminaron por aquel pasillo, y los inquilinos de aquella planta, que se estaban vistiendo las observaban con amplias sonrisas. El despacho de la madre superiora, en esos momentos, permanecía vacía. La puerta donde estaba ropa, a pesar de estar cerrada, la abrieron sin dificultad. Se notaba que eran mujeres ordenadas y limpias. Pues el cuarto sin ventanas, y tres estanterías que llegaban hasta el techo, estaban repletas de ropa ordenada por tallas. Todo muy limpio, y bien identificada. Escogieron varias prendas superiores, y volvieron a la sala de visitas. Una vez que se cambiaron, como no sabían dónde estaba el comedor, siguieron a dos hombres que tenían delante. Al llegar, vieron como multitud de mesas cuadradas, separadas y con sillas en sus cuatro lados, se empezaban a llenar con los asistentes. Al fondo, se encontraba una mesa más amplia. A pesar del mantel, se podía entrever que era una pieza antigua por las patas talladas. La madre Holbein, al verlas en el quicio de la puerta, se apresuró a indicarles dos sillas vacías, y que parecía que las hubieran puesto a toda prisa. Pues era en otra mesa de cuatro, pero tenían que compartirla con otros cuatro comensales. Uno de los ancianos, con un traje de esparto marrón, bastante desgastado, y con una corbata a juego, se levantó para acercarles la silla.

-          Gracias, -dijo Alicia algo incomoda.

-          Gracias –Mellea hizo lo mismo.

-          A vosotras, lindas mujeres. –dijo con una amplia sonrisa.

 

No tardaron en llegar le resto de las monjas, dos de ellas con un delantal de cocina y unos calderos humeantes. Otra de las monjas, llegaba con un cesto, repleto de panes. Ambas, se quedaron perplejas. Pues llevaban tiempo sin ver uno.

-          ¿Eso es…? –preguntó Alicia a nadie en concreto.

-          Pan… -contestó el amable anciano.

-          ¿Cómo es posible? –preguntó Alicia.

-          Según he visto, y no soy muy ducho en cocina, juntas harina, levadura y agua. Después lo meten en el horno y…

-          Ya sé cómo se hace pan… -cortó al anciano-… me refería a de dónde sacan los ingredientes.

-          Tenemos nuestra propia reserva. –dijo la monja que llegó por detrás- Somos autosuficientes, desde antes de…

-          ¿Puedo hacerles una pregunta? –dijo el mismo anciano sin darle importancia a que Alicia le cortase mientras hablaba.

-          Por supuesto… -dijo Mellea mientras la monja de los panes, les dejaba una pieza a cada uno de la mesa.

-          ¿Cómo está todo por ahí fuera? ¿tardará mucho el Gobierno en repararlo todo? –preguntó ante la mirada de las mujeres.

 

Incluso Holbein, parecía interesada en lo que tenían que contarles, pues se quedó callada y mirando a los ojos de las dos.

-          Pues… -Alicia no sabía cómo contestar-… está todo… ¿muerto?

-          Por favor, -insistió aquel hombre- no importa. Solo queremos saber la verdad.

-          Si quedan familiares vuestros con vida, les costara sobrevivir. –se apresuró a contar Mellea- Desde que comenzó todo, cada vez nos hemos encontrado con grupos más numerosos de muertos. Hemos transitado por ciudades sumidas en el caos. Violencia y muerte. Dudo que quede gobierno alguno. Los que seguimos vivos, cada vez somos más peligrosos. –se retiró la parte del pelo que le cubría la oreja amputada.

-          Santo Dios, hija mía. ¿Qué te ha pasado? –la monja se llevó las manos a la boca.

-          Esto me lo hicieron los vivos. Hay sueltos violadores, asesinos… y a saber que atrocidades estarán haciendo.

-          Nosotras hemos logrado sobrevivir, porque estamos juntas. Nos ayudamos. –continuó Alicia- Yo… nosotras… -miró de reojo a Mellea-… nos dirigimos hacia mi hogar.

-          Entonces… -dijo el anciano-… no hay posibilidad de que todo se reconstruya.

-          Me temo que estamos solos. Reina la anarquía. Supongo que no solo en el país. En el mundo entero. –dijo Alicia mirando al anciano que su cara reflejaba la decepción.

-          Venga…-cortó Holbein-… es hora de cenar. Ya habrá tiempo de lamentarnos.

 

Dos carritos, que portaban los calderos, pasaban por las mesas llenando los platos con una estupenda sopa de verduras. Antes de comenzar, la madre superiora, instó a los presentes a rezar. El resto de la cena, el anciano trató de sonsacarle más información a Alicia. Pero esta siempre las evadía con otro tipo de conversación. Poco a poco, los que terminaban primero, se acercaban a la mesa de las monjas. Le decía algo al oído a la superiora, y se despedían del resto para irse a sus habitaciones. En ese momento, Alicia se percató que aquella líder espiritual, no les quitaba ojo. Incluso cuando Alicia le aguantó la mirada. Sin dejar de mirarlas, le dijo algo a Holbein. Esta asintió, y caminó hacia ellas.

-          Señor Messina, si ha terminado, puede agradecerle ya a la madre superiora. –le dijo al último de los ancianos que quedaban en su mesa.

 

El hombre, agarró un pedazo de su pan se lo comió a toda prisa. Se levantó, fue hasta la mesa e hizo el mismo gesto que todos los anteriores. Holbein, se sentó enfrente de las dos mujeres. Esperó a que el Señor Messina se alejase.

-          Espero que la cena haya sido de su agrado. –comenzó la monja con intención de entablar conversación.

-          Si. La verdad es que hacía mucho que no comíamos caliente. –dijo Mellea con una sonrisa.

-          Supongo que ahora viene cuando nos pide algo. –dijo Alicia con voz ronca.

-          Ya veo que no se anda por las ramas, hija. –no borró su infinita sonrisa- Muy bien. Como ya saben, hijas mías, no tenemos visita de nadie desde hace meses. Todo lo que ha ocurrido, lo sabemos por la radio antes de que dejaran de emitir. Somos conscientes, créanme hijas mías, que lo que sucede después de la muerte no es agradable en este mundo. Como ya saben, hijas mías, este lugar lleva siendo autosuficiente mucho tiempo. El gobierno se olvidó de nosotras. No me refiero al apocalipsis. Es de mucho antes. Nosotras, tuvimos que renunciar a la clausura, para cuidar de nuestros viejos. Estas personas, hijas mías, no les queda mucho tiempo. Son gente olvidada por sus hijos, sobrinos, nietos. Solo tratamos de que lo que sea que esté ocurriendo ahí fuera, no les impacte demasiado. Por eso, hijas mías, a diario tenemos defunciones. Ahí es donde, hijas mías, os necesitamos.

-          ¿A qué se refiere? –preguntó Alicia con sospechas.

-          Cuando Dios decide llevarse a un hijo suyo, somos nosotras quien nos ocupamos de su cuerpo en tierra. Sin embargo, hijas mías, el lugar donde dejamos que sus cuerpos descansen… no consiguen descansar…

2 comentarios:

Unknown dijo...

Genial por la vuelta!!! Gracias

Unknown dijo...

Las monjas ya saben que cada vez hay mas "hostiles" y que también hay vivos que pueden ser aún peores que los muertos, tienen suerte de estar tan apartados.