Capítulo 29.
Aquella primera noche en el asilo
de ancianos no fue tan tranquila como se esperaban. Después de cenar, y de que
Holbein les explicara lo que hacían con los ancianos que morían, no era
descabellado que a cambio de su hospitalidad les ayudasen a deshacerse de una
vez por todas de los incansables muertos que guardaban bajo llave en uno de los
calabozos inferiores.
Casi no podían pegar ojo. Ya que
a través de las antiguas cañerías y sumideros de aire, provenientes de la zona
inferior, podían escuchar los gemidos. Alicia estuvo a punto de acabar con eso
esa misma noche. Pero se encontraba tan cansada, y sobre todo, bien comida, que
prefirió esperar a la mañana siguiente para evaluar su nuevo empleo. Mellea le
propuso, meterles una bala para no correr riesgos. Sin embargo, sería un
desperdicio de balas, además de innecesario.
Siendo cerca de las ocho de la
mañana, su vejiga le dijo basta. Con cuidado de no despertar a Mellea, se
levantó y salió al pasillo. Estaba en penumbra. Caminó hacia donde creía que
estaban los servicios. Si la noche anterior, no hubieran conocido a toda esa
gente, pensaría que el lugar estaba abandonado. Como casi todos los edificios
del mundo en estos momentos. Al pasar por delante del despacho de la madre
superiora, se percató de que una tenue luz alumbraba esa estancia. Aguzó el
oído, y pudo escuchar como dos personas hablaban en susurros. Apenas, desde ahí,
lograba entender lo que decían. Prefirió dejar su curiosidad a un lado, y
seguir buscando el lavabo.
Una vez que lo encontró e hizo
uso de él, volvió hacia su habitación. Empezaba a quedarse dormida de nuevo,
cuando una campanita iba sonando por todo el pasillo. Las monjas iban
despertando a todo el mundo. Era la hora del desayuno.
Cuando Alicia y Mellea bajaron de
nuevo al gran comedor, ya se encontraba lleno de gente. La anciana monja, que
al parecer, se había ocupado de atenderlas en todo momento, les indicó su
lugar. De nuevo, la madre superiora, inicio el ritual antes de la comidas.
Nadie probó bocado hasta que ella lo ordenó.
Poco a poco, el comedor se fue
vaciando. Alicia sabía que en cualquier momento la requerirían. Así fue.
Holbein, esperó a que cualquiera de las dos mujeres la mirase para hacerles una
señal.
-
Hijas mías, ¿han desayunado bien? –preguntó
forzando una sonrisa.
La notaron desmejorada. Casi pálida.
Con los ojos enrojecidos y su voz sonaba más apagada.
-
Si. Muy bien. –contestó Mellea.
-
Me alegro, hijas mías. –dijo la monja- Espero
que hayan recobrado fuerzas. Pues la labor que han prometido cumplir, requerirá
de mucha fuerza física y mental. Acompáñenme.
Ambas siguieron a la anciana por
un largo pasillo, bajaron varios pisos bajo tierra y volvieron a caminar entre túneles
con exceso de humedad y olor putrefacto. Al final de aquel pasillo, tan solo
iluminado por un centenar de velas apunto de consumirse por completo, se
encontraba una puerta con barrotes metálicos que dejaban entrever lo que había
al otro lado. La monja, sacó de debajo de la túnica un manojo de llaves de
hierro antiguo. Con una de ellas, la más grande, golpeó uno de los barrotes. No
fue un golpe fuerte, pero si sonoro. No tardaron en aparecer más muertos de lo
que se esperaban. La anciana monja, se separó con recelo un par de pasos.
Alicia la miró de reojo, y descubrió que aquello no le gustaba en absoluto. No
la criticaba, por supuesto. Los cadáveres andantes, se amontonaban y gruñían a
través de los barrotes. Algunos, trataban de agarrarlas traspasando el hueco
entre los barrotes.
-
No los soporto. –susurró la monja para sí misma.
Pero Alicia y Mellea la
escucharon. Holbein, se dio cuenta de que había hablado en vez de pensar. Su
cara adquirió un leve color rojizo, que suponía vergüenza.
-
No debe avergonzarse. –dijo Alicia tratando de
que no se sintiera culpable.
-
No debí decir esa grosería. Son personas y no se
lo merecen. –fue una disculpa más para los muertos que para ellas.
-
No me gustaría contradecirla, pero ya no… -Holbein
le hizo un ademan con la mano para que no continuase.
-
No. Hijas mías. No. –su voz era más cansada y
apagada- No lo digan.
-
Está bien. Supongo que lo que quieren es que les
demos descanso ¿verdad?
Holbein asintió con la cabeza,
sin apartar la mirada de la puerta con barrotes. Unos segundos después, se giró
hacia ellas. Sonrió tímidamente, y puso una mano en el antebrazo de Alicia.
-
Que no sufran, lo suplico. –no dejó que
contestaran, y se marchó.
Alicia y Mellea, se miraron entre
incrédulas y compasivas. En cierto modo, tenía sentido que no supieran nada de
aquella situación. Por lo que no objetaron nada, y convinieron decirles a las
monjas lo que querían oír.
Tardaron casi dos días enteros en
acabar con todos. Un día y medio, si no hubieran traído cuatro más mientras se
deshacían de los otros. Cuatro ancianos más que conocían. Que habían comido con
ellas. No preguntaron cómo habían fallecido. Tan solo, dejaron aquella estancia
vacía de movimiento. Aquello fue más duro de lo que pensaron en un primer
momento. Aun así, la opción de tener tres comidas calientes al día y un lugar
seguro donde reponer fuerzas, era muy atractivo. Pasada la faena más laboriosa,
apenas cada dos o tres días, se hacían cargo de un fallecido. Eran personas muy
ancianas, y la mayoría de ellas ya estaban postradas en una cama. Lo que no
llegaron a saber, era como evitaban el olor nauseabundo de los cadáveres en las
habitaciones.
Ya habían pasado catorce días
desde su llegada. Alicia, sabía que allí no podían permanecer eternamente y
tras hablarlo con su compañera, se reunieron con Holbein.
-
Hijas mías, no sabéis el disgusto que me estáis
dando. –dijo la monja decepcionada.
-
Lo sentimos mucho, de verdad. Pero debemos
regresar a casa y buscar a mis hijos. –se apresuró a decirle Alicia.
-
Eso lo entiendo, hijas mías. Esta noticia no le
gustará a la madre superiora. –dijo con cierto temor.
Siendo mediodía, mientras
recogían sus cosas para marcharse al día siguiente, la madre superiora las
visitó. No era algo común en ella. Se pasaba el día en su habitación rezando, y
tan solo salía para bajar al comedor y presidir la mesa. Tocó en la puerta
entornada con dos suaves golpecitos. Suficientes para hacer notar su presencia.
-
¿Puedo pasar? –preguntó la anciana líder de
religiosas.
-
Claro. –respondió Mellea.
Entró en aquella sala de visitas,
como si fuera la primera vez que lo hacía. Observándolo todo. Con algo de
esfuerzo, hizo por sentarse en uno de los sillones. Por su aspecto, pareciese
que estaba en el umbral del centenar de años. Sin embargo, Holbein, ya les
habló en una ocasión de que no superaba los sesenta años. Curiosamente, siendo
la más joven de las religiosas.
-
La hermana Holbein y yo hemos estado hablando de
vuestra marcha. –hablaba muy pausada, pero su voz era reconfortante.
-
Tengo una familia en España, y estoy decidida de
encontrarlos. Era nuestro objetivo antes de encontrar este lugar. –dijo Alicia,
cortante, sabiendo que pretendía convencerlas de quedarse. Era algo normal, que
necesitasen la ayuda de alguien más joven para atender el asilo.
-
Si. Si. –hizo una pausa, pensativa- quería
agradecerlas el trabajo que han prestado en las galerías subterráneas.
-
Era lo menos que podíamos hacer. –contestó
Alicia.
-
Además de desearles un agradable viaje hacia el
lugar donde se dirigen. –su voz seguía siendo pausada.
-
Muchas gracias. –contestó, en esta ocasión,
Mellea.
-
Aunque… siendo sincera, me es un poco
desagradable pedirles un último favor. –dijo bajando la voz.
-
¿De qué se trata? –preguntó Alicia algo
impaciente.
-
No. Aquí no. Podrían escucharnos. Y es un tema
algo delicado. Vengan a verme esta noche antes de la cena. Así nos aseguramos
de que todos estén esperando en el comedor. –esta vez fue más una orden, que
una petición.
Poco antes de las nueve de la
noche, faltando escasos diez minutos para la cena se presentaron ante la habitación
de la madre superiora. Las hizo pasar, haciendo un ademán con la mano y
cerraron la puerta. La mujer estaba frente a la ventana, jugueteando con una
ramita de una planta con hojas pequeñitas y verdes.
-
Cuando llegué aquí, no superaba los quince años.
Mis padres murieron a una edad muy temprana. No tuve familiares que pudieran o
quisieran hacerse cargo de mí. Así que me pasé la adolescencia rodeada de
crucifijos, biblias, rezos… fue muy duro para mi dejar el hogar donde nací. A
mis amigas y amigos, que hoy en día no recuerdo. Tuve como tutora a la hermana
Giovanna. Una mujer muy devota. Estricta. Con unos fuertes valores religiosos.
En mi opinión, muy extrema. Ella fue la que me convenció de que diera mi vida
al señor. Pero imagínense. Una chiquilla con dieciocho años, descubriendo mi
propio cuerpo. Algunas veces, me dejaban salir al mercado. Había una mujer.
Vendía frutas y verduras. Era muy hermosa. Tanto, que cada vez que me dejaban
salir a comprar, me pasaba por su puesto aunque no fuera necesario.
Tanto Alicia como Mellea se
miraron estupefactas. No sabían dónde quería llegar con aquella historia.
-
Una vez, aquella mujer me llamó y me preguntó
porque pasaba siempre por delante de su puesto sin comprar nada. Me puse muy
nerviosa y me fui corriendo. Desde aquel día, no volví a pasar por delante si
no era estrictamente necesario.
Se quedó unos segundos callada y
pensativa. Después se dio la vuelta y reanudó.
-
Un buen día, tratando de evitar su puesto, me
abordó por detrás. Me pidió que la siguiera hasta detrás de su puesto, y
avanzamos hacia una callejuela estrecha y poco concurrida. Sin esperármelo, me
besó. No fue un beso que se le da a una amiga. Fue un beso que se da a un
amante. Me quedé petrificada. Entre otras cosas, por si alguien nos veía. Por
aquel entonces, la homosexualidad era un delito.
-
Disculpe… -interrumpió Alicia-… no sé a dónde
quiere llegar con esto.
-
Déjenme terminar. Es un favor que les pido.
–contestó la monja tajante. Alicia y Mellea asintieron sin opción- Como decía,
aquella mujer despertó algo en mí que tenía dormido. El amor. El amor por una
persona. Da igual el sexo que sea. Me enamoré perdidamente de la tendera.
>>después
de aquel encuentro, tuvimos más encuentros. Cada vez más alejados del pueblo, y
cada vez llegábamos más lejos en cuestión del deseo. Por desgracia, nos
volvimos más descuidadas. Hasta tal punto, que tanto la hermana Giovanna y los
padres de ella nos descubrieron cerca del rio. Desnudas y practicando todo el
sexo que conocíamos. Os podéis imaginar lo que supuso. No la volví a ver, y
tampoco me dejaron salir del monasterio en años. Los castigos físicos que me
aplicaron aquí dentro fueron suficientes para que mis locas ideas del amor
abandonaran mi cabeza. Hasta el día que llegasteis.
Hubo un silencio incómodo.
Mellea, notó como sus mejillas se tornaban de color rojizo y miraba de cuando
en cuando a Alicia. Por su parte, Alicia, prefirió el silencio. La madre
superiora, sonrió con complicidad.
-
Por favor, no creáis que os estoy juzgando.
–continuo al ver que aquello las había descolocado- Todo lo contrario.
-
¿Cómo sabe que…? –preguntó Mellea avergonzada.
-
He visto como os miráis. Esa mirada la conozco
bien. Se ve a la distancia que os queréis. Mi consejo es que en estos tiempos,
os cuidéis la una a la otra.
-
¿Cuál es el favor que nos quería pedir?
–preguntó Alicia tratando de desviar la conversación por otro lado.
-
Veo que no te gusta hablar sobre esto. –su
semblante sereno, pasó a ser algo inseguro.
-
No es de tu incumbencia con quien me acuesto o
no. –se puso a la defensiva.
-
Está bien. Vayamos a lo que nos importa de
verdad. –les retiró la mirada, y volvió hacia la planta verde. Acariciándola
por las hojas suavemente.- ¿Conocéis esta planta?
Ambas negaron con la cabeza.
-
Es una Conium
maculatum. –esperó a ver la reacción de las mujeres- en la antigua Grecia
fue usada muchas veces.
Llamaron a la puerta en ese
momento. La madre superiora dio permiso, y una monja llegó con una bandeja de
sopa y un trozo de pan recién horneado. Lo dejó en la mesa y se marchó sin
decir nada. Esperó a que hubiera cerrado la puerta para continuar.
-
Como decía, esta planta fue utilizada libremente
en la antigua Grecia. –dio un sorbo a la sopa- En esa época, la utilizaban para
quitar la vida a los condenados a muerte. –dio otro sorbo a la sopa- pero
también la repartían entre la población que quería morir por medios
eutanásicos. –dio otro sorbo.
Alicia, sospechando, que aquella
sopa contenía el veneno de aquella planta de la que estaba hablando, se levantó
para quitársela. Pero la monja, le hizo un aspaviento para evitarlo.
-
No te preocupes por mí. Ya estoy preparada. Sin
embargo… ahora es cuando les pido el favor.
-
¿Qué favor? Por dios, estoy empezando a
asustarme. –dijo Alicia con los ojos bien abiertos.
-
Está noche, todos cenaran de esta sopa excepto
vosotras dos. La cual contiene una dosis tan elevada, que no notaran nada.
Necesito que entren en sus habitaciones y hagan lo que tengan que hacer. Pero,
os lo suplico, que no vuelvan de entre los muertos nunca más. –entonces se
derrumbó.
2 comentarios:
Menudo favor!!! Eso puede ser una trampa mortal!!!
Sorprendente el favor que quiere la madre superiora, lo haran??
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