martes, 6 de junio de 2017

Hasta que la muerte nos reúna. Capítulo 30

El grupo de expediciones del hotel, hacía bien su trabajo. Cualquier vehículo que me encontraba, si conseguía arrancarlo, no me duraba el combustible ni dos kilómetros seguidos. De la guantera de uno de ellos, conseguí un mapa del cual me serví para orientarme. Trataba de seguir por carreteras secundarias de localidad en localidad. Siempre dejando el mar a mi izquierda. Evitaba los grupos numerosos de muertos. El silencio era abrumador. Tan solo el romper de las olas en la orilla. No sabía que me encontraría al llegar a aquel lugar. Por una parte estaba deseando llegar y encontrarme a quien fuera que supiera a ciencia cierta quien soy. Y a ser posible, hacerme recordar. Aunque esta parte creo que tardaría mucho más. Si es que lo conseguía. La primera noche la pase dentro de un autobús estrellado contra una señal. Me aseguré bien de bloquear las puertas. Tumbé varios asientos y me recosté sobre un par de sabanas que encontré. Logré dormirme bastante pronto debido al cansancio de caminar todo el día. Cuando me desperté, rebusqué entre las maletas. Una gorra del F.C Barcelona. Varios vaqueros que me quedaban algo grandes. Bastantes camisetas que deseché. Un reproductor mp3 que aún conservaba una batería portátil. En una nevera pequeña junto al asiento del conductor, encontré varias bebidas isotónicas. Evidentemente, la nevera ya no producía frio. Y las latas llevaban caducadas meses. Aun así, me envalentoné y abrí una. Con el primer sorbo, me di cuenta de que aun caducado, no sabía mal del todo. Me lo bebí entero. Si en unas horas no me encontraba enfermo, era buena señal. Continué mi camino observando cualquier cosa. Era un aburrimiento. La batería del mp3 se acabó. Lo lancé lo más lejos que pude. Pasé por un pueblo desierto. Las calles eran amplias. No había peligro. Llegué hasta una tienda de playa, de esas que tienen de todo. Miré la fecha de una de las revistas. Era de enero del 2016. Supuse que esa era la última revista que imprimieron en la editorial. Miré las tarjetas de recarga de móvil. Los flotadores deshinchados. El mostrador de gafas de sol a seis euros. Jugueteé con un balón que aun contenía aire. Me probé algún bañador. La zona de alimentación tenía peor pinta. Todo caducado y mohoso. El viaje iba a ser más peliagudo de lo que imaginaba. A fin de cuentas, echaba de menos los tomates de Soledad o las tardes pescando con Angel.
Al final del día había recorrido unos diez kilómetros, como mucho, de los trescientos cincuenta que calculé. Me encontraba frente a una tienda de coches de segunda mano. No era el primero que pasaba por allí y tomaba prestado uno de aquellos coches. Se notaban los huecos vacíos. Entré en una pequeña caseta prefabricada. Por fuera parecía madera, pero por dentro era todo paneles prefabricados. Tan solo había una estancia, con un escritorio en el medio. En las paredes, fotos de gente que se había comprado un coche allí y, accedido, a entrar en aquella colección del gerente. El cajón donde guardaban las llaves estaba abierto. Todo desordenado. Pulsé varios mandos a distancia, pero ninguno accionó nada. Estaba anocheciendo. Bloqueé la puerta con el escritorio y me senté al lado de una ventana. Tuve la sensación de haber vivido aquello. Como digo, solo la sensación. Pues aún seguía sin recordar nada. Varias gotas de lluvia golpearon el cristal de la ventana. Empezaba a llover a pesar del calor que hacía. Dejé la ventana abierta y saqué la cantimplora para llenarla. Las gotas me golpeaban la cara y era agradable. No había merodeadores cerca lo cual me daba cierta tranquilidad.
Pasé una noche más sin sobresaltos. Y creedme, en los tiempos en los que vivimos es mucho. Con la salida del sol, comencé a trastear con los coches. Algunos estaban sin batería, y otros sin gasolina. Entendí porque aún seguían allí. Saqué mi mapa para averiguar dónde me encontraba exactamente. Aún me quedaban trescientos y pico kilómetros. Me vine un poco abajo. Tardaría una eternidad en llegar. Proseguí mi marcha. En mitad de una carretera, descubrí unos naranjos. Me alegré. Llené mi mochila con el fruto, mientras me comía unas cuantas por el camino. El sol estaba pegando fuerte, y decidí pararme debajo de un árbol en esas horas del día. Además mi tobillo empezaba a resentirse. Aquella soledad me agobiaba un poco. Que sumado a la amnesia, los únicos recuerdos que conservaba eran desde que desperté en la cama del hotel.
Una vez el sol ya no quemaba tanto, reanudé la marcha. Aquellas carreteras eran infernales. Llegando a una casa de campo, vi que no había nadie. Exploré el lugar. En un garaje vi una bicicleta colgada de la pared. Las ruedas estaban deshinchadas. Encontré un inflador de mano y comprobé que solo les faltase aire. Era mejor que nada. Al menos el trayecto se hacía más rápido. Llené la cantimplora de una fuente natural de una plaza de un pueblo. Además de asearme un poco. Siempre alerta ante posibles infectados. Como eran pocos los que me encontraba, me era sencillo despistarlos. Recorría treinta o cuarenta kilómetros al día. Por la noche me resguardaba en lugares apartados. Todo era desolador. La humanidad había desaparecido casi al completo. Mi único objetivo a corto plazo era llegar hasta ese pueblo y no sabía qué me iba a encontrar. Llegué a pensar en darme la vuelta, y suplicar a Andrés de que me readmitiera. Pero mi orgullo me lo impedía en el último momento.
Calculé que aún me quedaba un día de camino. Un día de luz. No quise forzar más, y traté de buscar un lugar seguro donde quedarme a descansar. Me salí de la carretera principal, para adentrarme en un camino de tierra. Vi un cartel de una granja escuela. Estaba muy apartado y era perfecto para descansar. Los corrales estaban vacíos. No quedaba ningún animal allí. Al menos en cautiverio. El edificio principal, de una sola planta, no tenía mal aspecto exterior. Aunque al entrar, todo cambiaba. Eso sí, no encontré ningún cadáver. Las tres estancias donde se encontraban las literas, no parecía que la hubieran destrozado. Algunos colchones tirados. Sabanas tapando las ventanas. Mochilas colgadas en percheros de pared. La cocina estaba sucia y con todos los instrumentos usados y apilados para lavar. Algo que nunca hicieron. Se notaba en el ambiente un olor a putrefacto. Una nevera industrial a medio abrir, contenía baldas llenas de moscas sobre lo que pudo ser en su momento un cajón de chuletones. Salí de ahí enseguida. Afuera, había otra estancia, mucho más pequeña. Supuse que sería el comedor o parecido. Allí era más agradable estar. Tenía todo lo necesario para volver a encerrarme, así que bloquee la entrada a conciencia y me senté en un banco. Saqué varias revistas y periódicos que recogí de la tienda de playa. Necesitaba entretenimiento y a la vez acordarme de cosas. Muchas de las noticias si las recordaba. Otras no. Desconocía el día exacto en el que vivía. Aunque las fechas de los periódicos me daban una ligera idea. Me entretuve, especialmente, en las noticias sobre el virus. Me puse al día sobre lo ocurrido. Poco a poco el sueño me invadía. Aún quedaba un resquicio de luz, que no impidió que finalmente me durmiera.
Me desperté alertado por un ruido en el exterior. Era completamente de noche. No llevaba reloj, por lo que no sabía qué hora era. El ruido volvió a sonar. Parecía como si alguien estuviera caminando y se golpeara con algo. Imaginé que fuera un muerto. Me armé con el cuchillo, y esperé a que se fuera. Escuchaba las pisadas. Andaba cerca de la puerta. Se acercó hasta una de las ventanas. No podía verlo con claridad. Los cristales estaban demasiado sucios. Permanecía de pie. Sin moverse. Hasta que con la manga de su camisa, empezó a limpiar el cristal. Me sorprendí. ¿Cuándo habían aprendido a hacer eso? Estaba claro que quería mirar si había alguien dentro. Por lo que me escondí justo al lado de la ventana. Sentado, apoyándome la espalda contra la pared. Desde ahí era imposible que me viera. Noté como pegaba su cara al cristal. Volvió a moverse hacia la puerta. Trataba de mover el picaporte para abrirla. No podía moverla, pues la estantería que coloqué pesaba demasiado. Paró un momento.
-¿Hola? –escuché- ¿Hay alguien?

No sé si era el miedo, pero en un principio no reconocí la voz.
-¿Estás ahí? –dijo la voz

Entonces la escuché bien. No podía ser. Me acerqué lentamente hacia la puerta. Y miré por la rendija que dejó entreabierta. Respiré tranquilo. Allí estaba. A casi trescientos kilómetros de su hogar. Retiré el mueble y salí.
-¿Se puede saber qué haces aquí? –pregunté- y lo más importante… ¿Cómo sabias que estaría aquí?
-Yo también me alegro de verte, gilipollas. –contestó Marta
-Y ¿bien? –insistí
-No tenemos mucho tiempo. Se acercan un montón de ellos. Unos capullos conduciendo un tráiler los han atraído. Muchos van por la carretera, pero otros tantos vienen por el campo atraídos por el ruido. –contaba mientras recogía mis cosas y me daba la mochila
-¿Me vas a dar una respuesta a mis preguntas? –volví a insistir sin mover un pie
-Joder…-suspiró- …vale… te he estado siguiendo estos días.
-¿Por qué? –no me hizo ninguna gracia- ¿piensas que no soy capaz de cuidarme solo?
-Por dios, sí. –dijo con los brazos en cruz- Luego te lo explico todo. Pero ahora vámonos. De verdad. Por favor. –suplicó.

Ella también tenía una bicicleta. Fuimos por el camino de tierra, hasta incorporarnos a la carretera. La linterna que acopló al manillar, nos alumbraba bastante para no chocarnos contra nada. Se veían ya por la carretera. Joder, si no llega a seguirme, quizá me hubieran pillado en la granja escuela de improvisto. Comenzaba a amanecer, cuando aún seguíamos pedaleando. En el desvío de una carretera nos detuvimos. Un poco más adelante, me señaló el camión que había provocado el ruido y atrajo a los muertos. Estaba detenido en el arcén. No se veía a nadie.
-Ya nos hemos alejado bastante. –me bajé de la bicicleta, y me puse a su lado- ¿Me vas a decir algo?
-Saca tu mapa. –ordenó- veamos donde estamos.
-Mierda, Marta. –repliqué
-Que quieres que te cuente…-dijo-…te he seguido y punto.
-¿Por qué?
-Pues… -se sonrojó-… porque me importas. Ya está. Lo he dicho. No sé qué encontraremos en ese pueblo de mierda. Ni a quien. Pero al menos, me gustaría ayudarte.
-¿Andrés lo sabe? –pregunté
-Claro que lo sabe. –contestó- no lo comparte, pero es lo que hay. Saca el puñetero mapa. Podemos estar más cerca de lo que creemos.

Saqué, finalmente, el mapa y lo revisamos. Tenía toda la razón. Debíamos tomar la carretera hacia unas montañas. Al mirarlas me asusté de las subidas que debíamos recorrer. Quizá en bicicleta nos costaría.
-Solo quedan unos quince kilómetros más o menos. –me señalaba el mapa- ¿Estás preparado?
-Creo que si…- contesté sin convicción
-Pase lo que pase, encontremos lo que encontremos, que sepas que estoy contigo. –admitió

En realidad, estaba asustado. Aquellas palabras, y reencontrarme con Marta, me tranquilizaron. Reanudamos la marcha hacia el pueblo final. Por mi mente pasaban muchas preguntas. Sobre todo, que haría si me encontraba con mi supuesta mujer. Si me reconocería, no tenía absolutamente ni idea de lo que me pasaría. Por un lado, no estaba seguro de querer recordar, pero por otro, el saber más sobre mi verdad era atractivo.
-Marta…-la miré a los ojos-… ¿Qué hay de nosotros? Necesito saber si hay algo entre nosotros, antes de…
-Yo tampoco sé que hay entre nosotros. –contestó- Quizá, yo también me aclare, si te enfrentas a tus recuerdos. Si logras recordar o no. Quizá, cuando lo logres, prefieras tu anterior vida antes que a mí. Si hago esto, en realidad, lo hago por mí. Si por lo que sea, escoges lo otro, lo entenderé y me volveré. No seré un obstáculo. Y tranquilo. Lo que hicimos en el hotel, no lo tiene porque saber nadie.
-Gracias. –me limité a contestar.

Nos dimos un abrazo reconciliador. A medida que descendíamos por aquella carretera, veíamos un pueblo más bien pequeño. No lo esperábamos. Estaba todo muy tranquilo. Pasamos por las primeras casas sin descubrir a nadie. Un Ferrari nos llamó la atención. Miramos por todas las ventanas y no encontramos a nadie. Tan solo un viejo barco pesquero atracado en un muelle.
-Así que…-rompió el silencio-… aquí es donde vivías…
-No lo sé, la verdad…-reconocí
-Quizá fueron en busca de comida. –decía sin llegar a creérselo
-O quizá aquel hombre nos mintió. –estaba decepcionado.- ya viste el rencor que me guardaba
-No lo descarto. Pero estarás de acuerdo conmigo, que era el único clavo al que te podías agarrar.
-Eso sí. –observaba aquel lugar- No recuerdo nada este lugar. Aunque me parece que está muy bien para quedarse un tiempo.
-¿Me está proponiendo algo, señor? –preguntó burlona

Me reí y le pasé un brazo por los hombros. Ella lo recibió de buen agrado. Caminamos hasta la playa y descansamos un buen rato. Seguía haciéndome preguntas como hacía en el hotel, intentando ayudarme a recordar. Ambos sabíamos que era inútil, pero nos entretenía. Cuando nos cansamos de estar en la arena, fuimos hasta la casa más cercana. La puerta estaba entreabierta. De hecho el viento la movía generando un ruido agudo. Entré yo primero. Estaba todo colocado. Incluso, limpio. Mucho más que las casas en las que me colé para buscar recursos. Uno de los muebles tenía varios botes de café molido. En la encimera, una botella de tres litros de agua. La abrí para probarla. Estaba buena. Marta llegó por detrás.
-Tiene pinta de que aquí han limpiado. –trasteaba por los muebles
-Quizá tengas razón, y se fueron a buscar cosas. –reconocí

Seguí investigando la vivienda. En el único dormitorio, el armario contenía ropa de ambos sexos. Allí vivía, o vivió, una pareja. No encontré nada personal que me indicase algo familiar.
-Puede que aquí vivieses con tu mujer…-puso cara de extrañeza- Que raro me suena decir eso…
-No hay nada. Ni una foto que indique algo sobre mí. –me senté en aquella cama.
-Hombre…no creo que nadie se entretenga en hacer fotos ahora mismo. Todos tenemos otras prioridades. –comentó
-¿Pero nadie conserva algo de antes de la epidemia? –pregunté
-Al principio sí. Guardé fotos en mi cartera. Pero solo me hacían recordar a mi gente que ya no estaba. Mis padres, mi hermano. Mi novio…
-Tiene sentido. –admití

Escuchamos el ruido de motor. Intuimos que alguien se acercaba. Salimos afuera y miramos a la carretera. Era un coche antiguo. Feo. Descolorido. Tipo ranchera. Se podía distinguir la silueta de dos personas. Me encontraba nervioso.
-Bueno…-dijo tocándome la espalda-… por ahí vienen.

1 comentario:

Ajenoaltiempo dijo...

Muy bien! Al día y listo para seguir leyendo.