viernes, 5 de mayo de 2017

Hasta que la muerte nos reúna. Capítulo 17

Desde lo alto de aquel edificio podía ver Madrid, muerta. Incluso me incomodaba la tranquilidad y el silencio  que desde hace meses invadía el mundo. Solo los pájaros y algún inconsciente lo rompían de vez en cuando. Añoraba la actividad frenética de aquella ciudad. Los transeúntes de allí para allá, casi corriendo. El ruido de los coches. Las luces de los teatros. Todo eso había terminado ya para siempre. Cada vez que podía me subía a la azotea de aquel edificio, no por nada en especial. Si no, por no olvidarme de quien era antes de toda esta mierda. ¿En que nos estábamos convirtiendo? Me repetía una y otra vez. Más bien eran las palabras de Silvia en mi cabeza. Pensándolo ahora con frialdad, me estremece el haber llevado la muerte a aquellas personas. Pero por otro lado, Gregorio, no me había dejado otra opción. No tenía ningún motivo para despojar de su libertad a una persona, solo por una discusión. Aunque lo que más me reconcomía por dentro, es mi actitud ante todo aquello. Cuando sometí al chico en la verja. Por una parte sentía la necesidad de dejarle ser comido por un muerto. De verlo sufrir. Al igual que sentía ganas de haber matado a Gregorio. En una ocasión, Dani me propuso liberar a Silvia de tal forma que cuando se enterasen ya estaríamos lejos de aquella comunidad. Pero no. Quería que sufrieran la realidad de lo que hay aquí fuera ahora mismo. De cómo me jugaba la vida todos los días, para ellos pudieran sentarse a cenar tranquilamente, ignorando los problemas de fuera. Silvia se ha dado cuenta de esto. Yo también. Por eso me gusta subir aquí arriba. Puedo ver los cines a los que iba con mis amigos. Los centros comerciales y tiendas donde nos comprábamos la ropa. Aquello si era vivir. Por eso quiero que nunca se me olvide. Porque antes no tenía ganas de matar a nadie.
Sorprendentemente, mi capacidad de evadir a aquellos no vivos y poder adentrarme en la ciudad, me permitía hacer cosas que otros no se atrevían. Ni siquiera Silvia. Pude conseguir infinidad de recursos para el camping. Algo que ellos agradecían enormemente. Bajé de nuevo hacia la calle. Paseé tranquilamente por la Gran Vía solitaria. Aunque atestada de vehículos y cadáveres. Pero, en ese momento, ningún no vivo del que tuviera que deshacerme. Pasé por una cafetería con la verja a medio subir. Como era costumbre, los golpecitos de bienvenida no podían faltar. Al ver que no suponía peligro me adentré. Aquella cafetería, supuestamente especialista en cafés, no parecía tener tanto fondo desde afuera. Mesas y sillas tiradas en la entrada, me dieron a conocer que en algún momento pusieron una barricada. Fallida por lo visto. En aquel mostrador de cristal, aún permanecían algunos dulces, ya podridos. Mas adentro se encontraba el pequeño almacen. Esperaba encontrar paquetes y paquetes de café. Pero no. Tan solo uno abierto, y por la mitad. Lo olfateé y lo volví a dejar donde estaba. Rebusqué por las estanterías, y tan solo pude apropiarme de un bote de mermelada de fresa. Con una cuchara y ya fuera del establecimiento, me lo fui comiendo mientras caminaba. Me preguntaba donde se habrían metido todas aquellas hordas de muertos que en otras ocasiones me había encontrado. Casi prefería tenerlos controlados, que no saber dónde me podían atacar de un momento a otro. Al pasar por el concesionario donde Vidal y yo robamos el coche, me acordé de él. Al final tomó la decisión de marcharse. Ni siquiera me dijo donde se iba. Al menos tuvo la delicadeza de despedirse. En cierto modo le había tomado cariño. No era mala persona. Tampoco quise retenerle. Continué mi marcha hasta donde había dejado mi vehículo aparcado. Decidí que ya era hora de volver, y lo conseguido ese día era más que suficiente. Un muerto rondaba cerca del coche. Al verme se apresuró a atacarme. No le di más de dos metros, cuando cayó al suelo. Limpié en su propia ropa mi puñal y me puse en marcha. Las autovías era intransitables, y muchas de las carreteras secundarias tenían obstáculos que debía sortear. Eran tantas veces las que lo había hecho, que ya casi lo hacía por inercia. Se empezaba a notar la degradación. Ramas de árboles caídas por las tormentas. Hojas por todos los lados. Dentro de la ciudad era casi peor. Ventanas rotas, escaparates reventados, accidentes contra paredes. Ni que decir del olor a muerte. Incluso me llegue a cruzar con un grupo de toros en mitad del Paseo de la Castellana. Cambié mi rumbo y me acerqué a la comunidad de Gregorio. Sería la primera vez desde el ataque. Recordaba perfectamente el camino de tierra que tenía que tomar. Varios muertos rondaban los alrededores del camino. Entre los árboles. Quizá alertados por algún animal. Puesto que humano vivo no divisé. Llegué hasta la entrada donde antes estaba la verja. Ya tirada por el suelo. Ni rastro del camión que abandonamos para bloquear el acceso. Antes de bajarme del coche, vi por el retrovisor a tres muertos que se acercaban hacia mí. Atraídos por el motor. Lo apagué y al salir me enfrenté a los tres desde distintas posiciones. La naturalidad con que lo hacía ya, en ocasiones me provocaba escalofríos. Aunque en mi mente siempre estará el primero que maté, o rematé, cerca de mi casa. Miré hacia la torre de vigilancia de la derecha, y pude descubrir al vigía, ya convertido en uno de ellos. Estaba pegado al cristal. Por detrás, apareció otro. Igualmente se pegó al cristal. Me adentré hacia aquel jardín. Di una ojeada rápida hacia las esquinas del edificio principal. Donde se supone que podrían aparecerme varios. Por suerte, aquello estaba vacío. Fui directamente a las cocinas, concretamente donde guardábamos los suministros. La puerta estaba abierta de par en par. Aunque tenía signos de haber sido disparada con algún arma. Entré con sumo cuidado. Golpeé varias cacerolas que aún permanecían colgadas. Escuché el gemido de uno de ellos. Me puse rápidamente en alerta. Estaba detrás de uno de las mesas metálicas con un hornillo encima. Desenfundé mi puñal y acercándome lentamente, descubrí a una de las cocineras. No se podía mover, pues le faltaba medio cuerpo. La escena me provocó alguna arcada. El otro medio cuerpo, desconocía donde podría estar. Lo pude averiguar siguiendo el rastro de sangre. Pero decidí no hacerlo. La gran cámara frigorífica donde guardaban la comida, estaba abierta y desconectada. Dentro no quedaba absolutamente nada. De nuevo en el jardín, me aproximé a la entrada principal del edificio. De dentro, aparecieron dos muertos. Me deshice de ellos, y comprobé que no hubiera más. Subí deprisa hasta el despacho. Allí lo descubrí. En el suelo. Con un tiro a bocajarro en la sien. Lo miré por un rato.
- No teníamos que haber acabado así. -pensé en voz alta.
Antes de irme, vi que aquella estancia también la habían saqueado. En mueble bar donde presumía de tener uno de los mejores licores, estaba abierto y vacío. Me fui de allí con la tranquilidad de que ya no le volveríamos a ver. Tenía en mente hacer una segunda y última parada, antes de volver al camping. A tan solo unos ocho kilómetros, estaba el Hotel rural de Ernesto con sus hijas. Pasé de nuevo por la torre de vigilancia y allí seguían los dos. Mirando desde el cristal. Por alguna extraña razón, eran incapaces de salir de allí. No me importó. Subí de nuevo al coche, y me fui.
Cuando me incorporé a la carretera que me llevaría hasta el hotel, dos coches me bloqueaban el paso. Estaban abandonados, o eso parecía. Tuve que salirme al arcén de tierra y bastante inclinada para sortearlos. A medida que me acercaba, me cruzaba con más muertos merodeando por allí. Quizá todos los que soltamos en la comunidad, se estuvieran yendo hacia Ernesto. Quedando poco metros para llegar, un grupo bastante numeroso estaba cerca de la entrada. Al escuchar el ruido del coche, se giraron hacia mí. Se olvidaron de la casa y cuando los tenía lo suficiente cerca, di marcha atrás. Los atraje lo más lejos posible del hotel. Lo justo para darme tiempo a llegar y comprobar que estuvieran bien. Al llegar de nuevo al hotel, divisé como Ernesto molía a palos a uno de ellos, mientras otro se acercaba. Se dio cuenta enseguida, y al darse la vuelta, con su hacha le partió el cráneo en dos. Caminó hacia otro que se acercaba a la puerta medio abierta, y le clavó el hacha por detrás. Al verme, no supe si me miraba con odio, o de sorpresa. Yo aún permanecía dentro del coche, así que por el espejo retrovisor, advertí que se volvían a acercar. Ernesto cerró la puerta, y pasó por mi lado sin decirme nada. Bajé del coche y le seguí. Un extraño olor a quemado me invadió las fosas nasales. Para cuando me di cuenta, Ernesto ya había atajado a dos. Me apresuré a ayudarlo, y entre los dos despejamos el camino. Ya relajados, me invitó a entrar en su morada. Allí nos esperaban sus dos hijas expectantes.
- Me alegro de verte -dije dándole la mano.
- Igualmente, -me devolvió el saludo.
- ¿Cómo os va? –me interesé
- Pues ya lo has visto, cada vez vienen más. Los quemamos fuera. –contestó
- Quizá deberías pensarte en venirte con nosotros. –propuse
- No. –dijo tajante
- Como quieras, solo vine para ver como estabais.
- Papá –habló Maria-, deberíamos pensar en irnos. Cada vez tengo que ir más lejos para encontrar algo.
Noté a Ernesto más preocupado de lo normal. Habían gastado ya los suministros que les regalé el día que nos conocimos. Les hablé del camping y como vivíamos allí. No era el lugar más seguro, pero hasta el momento solo habíamos recibido la visita de un par de muertos despistados. Nada preocupante. Incluso, dos personas se habían especializado en cazar y casi todos los días comíamos carne. Nada de eso le convenció de querer unirse a nosotros. Maria, en cambio, todo lo contrario. Estaba deseosa de salir de aquella casa. Antes de que la conversación subiera de tono decidí marcharme. Me despedí nuevamente de ellos, pues no sabía si los vería en otra ocasión. Me acompañaron hasta el coche y me fui. De camino al camping encontré un coche que no había visto antes. Parecía haber sido abandonado con prisas. Aún tenía las llaves puestas y la puerta del conductor abierta. Comprobé que tuviera combustible. Saqué del mi maletero una bomba manual que conseguí en una ferretería. Llené una garrafa de diez litros. Cuando la guardaba en el maletero, noté que se movía algo entre los árboles. Instintivamente llevé mi mano al puñal. Era otro podrido más. No suponía un peligro, así que continué mi marcha.
Llegué casi oscureciendo al camping. Habían hecho una hoguera cerca de la cabaña. Estaban colocando varios espetos de carne ya limpia. Me acerqué a Silvia y me recibió con un beso.
- Has tardado más que de costumbre. ¿Problemas? –preguntó
- He visitado a Ernesto y sus hijas. –contesté- He intentado que se unieras a nosotros. Creo que lo pasaran mal más adelante.
- Has hecho lo que has podido. Es su problema si no quieren.
- Me da mucha pena sus hijas. Sobre todo la pequeña. –contaba entristecido.
- No te atormentes más. –se acercó más a mí y pasé mi brazo por su espalda.

La mañana siguiente nos despertó una fuerte tormenta. Llovía a mares. Silvia, desde la cama, me pidió que me quedase con ella. Teníamos de todo y no era urgente salir. Accedí. Volví de nuevo con ella, pero nos quedamos mirando la lluvia.
- ¿Crees que hay más grupos como nosotros? –pregunté
- Tiene que haberlos. –contestó
- El camping está muy bien, pero no es vida.
- ¿En qué estás pensando?
- Antes de unirnos a la comunidad, teníamos pensado irnos hasta la costa.
- Han pasado muchas cosas desde entonces. –se acarició la marca donde la cosí en aquel motel
- Aún sigo pensando que me gustaría ir. Y que tú vinieras conmigo.
Me miró pensativa antes de contestar.
- Sabes que iría a cualquier lugar contigo. –contestó antes de abrazarse más aun a mí.
Notamos cierto revuelo fuera, a pesar de estar diluviando. Me vestí rápidamente, y me asomé por la ventana. Por el camino que baja hasta el camping se acercaban dos furgonetas. Cuando abrí la puerta, el viento hizo que la lluvia me empapase. Incluso parte del interior de la caravana también se encharcó. Cerré la puerta una vez fuera y me acerqué al grupo. Justo al lado de Dani.
- ¿Los conoces? –pregunté
- No. –contestó secándose la cara de agua.
Las dos furgonetas iban despacio. Al llegar donde estábamos, pudimos entrever el interior. Dani y yo nos miramos incrédulos. Del vehículo a nuestra izquierda salieron dos hombres de mediana edad vestidos de negro y alzacuellos.
- Buenos y lluviosos días, hijos míos. –dijo el más mayor con barba blanca, y con una barriga prominente.
- Buenos días. –contestó Dani- ¿En qué podemos ayudarles?
- Nos gustaría poder conversar con vosotros en algún lugar… más seco. –elevó la voz al caer con más fuerza la lluvia.
Dani nos miró a Pol y a mí. Observé de nuevo los dos vehículos, y pude intuir que había mas curas dentro. Así como alguna mujer vestida igualmente de moja. No tenían aspecto peligroso. Pero eso no significaba nada. Dani, les hizo una señal para que los acompañasen a la cabaña grande. Entramos todos, incluida Silvia que me miraba incrédula. Caterina les ofreció algo para beber. Estos negaron con la cabeza. Tan solo vinieron los dos curas que salieron de la furgoneta.

- Muchas gracias. –dijo el cura gordo- Les agradezco que nos atiendan. Mi nombre es Felix. Y mi hermano es Ricardo.
- Encantado de conocerles, -Dani les tendió la mano- Pues… ustedes dirán… ¿en qué podemos ayudarlos?
- Todo este tiempo hemos estado refugiados en un pequeño convento. Tanto mis hermanos y hermanas. Hasta hace un día, que fuimos atacados por el diablo.
- ¿Por el diablo? –preguntó Pol atónito.
- Por el diablo que ha arrebatado sus almas a los hombres. –relataba
- Vamos, los muertos… -terminó diciendo Pol
- El caso es que pudimos escapar unos pocos de las garras del diablo. Tan solo quedamos doce hermanos y hermanas. –continuaba- Conocíamos este lugar, pero no que estuviese ocupado. Algo de lo que nos alegramos.
- Podéis quedaros aquí el tiempo que necesitéis. –dijo Dani
- Oh, no. –decía el cura siempre con leve voz y tono suave.- No queremos quedarnos. Tan solo necesitamos comida y agua para seguir nuestro camino.
- Bueno… si eso es todo, os daremos parte de nuestros suministros. –dijo Dani, mirándonos para su aprobación.
- Oh no, - volvió a decir con ese tono que me empezaba a poner nervioso- No me has entendido hijo.
En ese momento, los dos curas sacaron una pistola y nos apuntaron. Estaban en minoría, pero no les importó. Miré hacia el exterior, y el resto de integrantes de las furgonetas salieron armados hasta los dientes.
- Lo que necesitamos es todo lo que tenéis. –hablaba aun con ese tono suave. Apuntando hacia Dani que no parpadeaba.

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