martes, 2 de octubre de 2018

La nieve los trajo. Capítulo 40.

Capítulo 40


Viendo que no podía hacer nada por él, retrocedió hasta Vergara. A pesar de no ser su hijo, le había tomado cierto cariño. Vergara que lo vio desde lejos, también parecía afectado. Sin mediar palabra, Pablo le ayudó a levantarse y con un brazo sobre sus hombros caminaron hacia el reencuentro con Ramón y los demás. Poco a poco la profundidad de la nieve iba disminuyendo, y lograron ver el cartel del prostíbulo. Al menos sabían que caminaban en la dirección correcta. El viento, en ocasiones, soplaba de cara y les dificultaba avanzar. En lo alto de una colina se podía ver el humo de un fuego. Respiraron aliviados al comprobar que eran ellos. Había caras de desconcierto al ver que Raúl no venía con ellos.

- Lo siento. –dijo Pablo a Héctor- Le dio uno de sus ataques mientras hablábamos. Se abalanzó contra unos infectados. No pude llegar a tiempo.

- Joder. –golpeó con los nudillos la corteza de un árbol, provocándole severas heridas.

- Debemos continuar, y encontrar un refugio para pasar la noche. –dijo Pablo.


No muy lejos de allí, una nave industrial les serviría de refugio. Varios trabajadores infectados les complicarían la bienvenida. Dado el cansancio, el frio y el hambre, alguno se llevó un susto. Afortunadamente, nadie salió herido. Era una fábrica que producían artículos para bebé. Biberones, chupetes, sonajeros. En la sala de descanso, había una máquina expendedora de snacks y bebidas. Rompieron el cristal, repartiéndose el botín. Pablo les puso al día sobre la información obtenida. Sabían donde debían ir. Aunque lo prioritario, era conseguir un transporte nuevo con combustible, recursos básicos y descansar al menos unas horas frente a un fuego. 

Héctor estaba severamente afectado por la pérdida de Raúl. Caminó entre las maquinas, observando distraído el lugar. Al fondo, se encontraba la zona de almacenaje. Exploró aquel lugar en busca de algo que pudiera serles de utilidad. Reina, llegó por detrás. 

- Es una mierda ¿eh? –dijo sentándose en una carretilla elevadora.

- Conocía a Raúl desde niños. Nos criamos juntos. 

- Supongo que perder a alguien tan cercano es jodido. ¿Recuerdas el día que nos conocimos?

- Si. En casa de Eli. Nos ayudaste.

- Aun no conocía la gravedad de lo que ocurría. De hecho pensaba continuar, solo, por ahí. Pero cuando os vi tratando de ayudar a vuestra amiga, supe que quedarme con vosotros era lo correcto. Desde entonces, todos hemos cambiado mucho. ¿Cuánto ha pasado desde entonces? ¿Seis meses? ¿Siete? 

- No llevo la cuenta, la verdad. Dejé de llevarla cuando Marcos se infectó. 

- Joder…perdona. No me acordaba de tu hermano.

- No importa.

- ¿Puedo hacerte una pregunta personal?

- Adelante.

- ¿Qué hay entre Sharpay y tú? 

- Si quieres que diga que me gusta, la respuesta es: sí. 

- ¿Y ella? ¿te ha dicho algo?

- Supongo que ella siente algo. Pero no me lo ha dicho. 

- Os vi besaros… -le empujó amigablemente.

- Tengo ganas de volver a verla. –dijo preocupado.

- La encontraremos. 

- ¿no te importa que ella y yo…?

- Pues claro que no. Ella es mayorcita y tú también. Además, si le haces daño, y me refiero a los sentimientos, ella misma se encargará de ti.


Ambos se rieron, pues sabían que era cierto. Sharpay era de esa clase de personas, que no permiten que otras personas hablen o actúen por ella. Tenía su genio, y en parte, eso era lo que más le gustaba a Héctor. Continuaron hablando de cosas sin importancia. Revisando las estanterías o cajas en busca de comida o bebida. Cuando una de las puertas peatonales se abrió. Estaban relativamente cerca, lo que provocó que se asustaran. Se quedaron inmóviles. Entonces un hombre alto, de raza africana entró. Se sobresaltó cuando vio a Héctor y Reina. Levantó las manos.

- Lo siento. –dijo con un marcado acento extranjero- Pensaba que estaba abandonado. 


Hacía tanto que no se encontraban con alguien vivo, que no supieron reaccionar. 

- Tranquilos. –dijo retrocediendo unos pasos- Ya nos vamos. No queríamos invadiros. Solo busco comida para mis hijos.


Una mujer y dos niños pequeños entraron, al ver que el hombre hablaba con alguien. Tenían el mismo tono de piel. 

- Si queréis resguardaros del tiempo supongo que podréis quedaros. Pero comida no queda nada. –dijo Reina.

- ¿Quiénes son, Embe? –preguntó la mujer a su marido.

- No lo sé. –retrocedió un paso más sin dejar de mirar fijamente a los dos- Nos vamos, Kande.


Sin mediar una palabra más, desaparecieron por donde llegaron. Héctor se quedó pensativo un buen rato. Su cara reflejaba el desconcierto. 

- ¿Qué te pasa? –preguntó Reina.

- ¿Será así a partir de ahora?

- Supongo. Ellos solo buscaban algo de comer. Igual que hacemos los demás. 

- Me refiero a la desconfianza. Al miedo. Ya no sé si temo más a los vivos o a los muertos. ¿Te has fijado como nos ha mirado? Perfectamente podría habernos metido una paliza. Era enorme. Y sin embargo, estaba más asustado que nosotros. 

- Estaba cuidando de su familia. No le culpo. 


Aquella noche, Héctor no pudo dormir. Por primera vez, se replanteaba el futuro. Un futuro huyendo de todos los lugares. Rebuscando en cada cajón de cada casa, en busca de un paquete de galletas, o una lata que aún no estuviese caducada. ¿Y después qué? Le agobiaba el hecho de no ser capaces de sobrevivir al hambre. Con un poco de suerte, podrían cazar. Había desollado mil veces a gallinas en la carnicería de su padre. No había sido consciente hasta ese momento, la ayuda que le ofrecía Sharpay cuando entrenaban. Le ayudaba a no pensar en otra cosa que la coordinación de sus movimientos. Lo que ocurriese alrededor no le preocupaba. Pero ahora que su mente estaba desocupada, aquellos temores de un futuro incierto, su mundo se desmoronaba. 

Con los primeros rayos de sol asomando por el falso techo de metra quilato, fueron desperezándose. Pablo, el primero en despertarse, estaba apoyando en el quicio de la puerta observando el paisaje. Aprovechando los primeros rayos de calor que sentían desde hacía mucho tiempo. El cielo estaba despejado. Si mirabas ciertas partes de la nieve, te deslumbraba. Incluso, se atrevió a esbozar una leve sonrisa al escuchar piar a unos pajarillos encima de un árbol. Los observó cierto tiempo. No se habían marchado con el frio, porque aún tenían unos huevos a punto de eclosionar. Si es que no se habían congelado con las largas y bajas temperaturas. Estaba embelesado. Sintiendo el calor en su rostro. Cuando se quiso dar cuenta, todos estaban fuera. Esperando a que terminase de viajar por su mundo, y volviera al de los demás. No quiso disculparse por querer disfrutar el primer buen día desde hacía meses. 

Abandonaron la nave industrial y caminaron por lo que podría ser la carretera. Ya que la nieve, aun acumulada, no dejaba orientarse correctamente. Salvo por los paneles informativos. Esa era la única brújula de la que disponían. Vergara, aunque se quejaba todo el tiempo de la herida, caminó sin ayuda todo el camino hasta una gasolinera. Tenía mal aspecto, eso sí. Rebuscaron en la pequeña tiendecilla. Encontraron varias cosas. Podrían haber escogido cualquier coche. Pero les sería imposible circular con tanta cantidad de nieve. Pablo, de un estante, cogió un mapa de carreteras. Por las indicaciones que le dio el tipo de aquella casa, aun les restaban cientos de kilómetros. Sin contar de que no estuviera equivocado, o que simplemente, les dijo una dirección por darles algo. Pero era la única pista fiable de la que disponían. El buen tiempo parecía que duraría, al menos todo ese día. Incrédulos, miraban constantemente hacia el cielo, en busca de nubes grises. Pablo, observó a Vergara. Estaba sentado en el suelo, apoyando la espalda sobre una máquina de tabaco. Su aspecto le indicaba, que posiblemente, la herida se estuviera infectando.

- ¿Estás bien? –preguntó poniéndose en cunclillas.

- Creo que no. –admitió con voz ronca- No es que me duela mucho la herida, pero creo que algo no va bien. Estoy febril. Aunque la abstinencia tiene mucho que ver.

- Déjame ver si hay algo de alcohol. No puedes seguir así. Prefiero que estés borracho que muerto.

- No Pablo. A decir verdad… no me apetece. A ver… si, me tomaba un copazo. Pero a la vez mi cuerpo me pide basta. 

- Descansaremos hasta que estés mejor. –desvió su mirada hacia la pierna ensangrentada. 

- ¿Huele mal eh? –sonrió sudoroso.

- Deberíamos curarla. En el servicio aún queda algo de agua en la cisterna. La lavaremos y la taparemos de nuevo. Vacié el botiquín de la fábrica de chupetes.


Cuando descubrió la herida, el hedor era mucho peor. La sangre y el pus se habían pegado a la venda. Era un olor dulzarrón y picante a partes iguales. Tuvo que contener una arcada. Cerró los ojos y suspiró decepcionado. Estaba peor de lo que esperaba. Vergara lo sabía también y ambos se dijeron todo con la mirada. Con todo, le limpio la zona cuidadosamente. La piel parecía que se hinchaba por momentos. Puso vendas nuevas, y contó cuantas pastillas de amoxicilina tenía disponibles. Le dio una y su cantimplora para que se la tomase. En cierto modo, descubrió el miedo en los ojos de su amigo. 

- Gracias, Sargento Figueroa. –bromeó.

- Ahora soy Pablo. –le puso su mano en el hombro- Y tú, mi amigo. Mi hermano.


Le ayudó a levantarse, y salieron fuera. Parecía que los demás estaban cansados de andar por la nieve, así que por unanimidad se quedaron descansando. También, porque conocían el estado de Vergara, y no era humano obligarle a seguir en esas condiciones. 

- Tengo miedo –dijo Vergara a Pablo cuando estaban a solas- por favor, no me dejéis solo. 

- ¿Estás tonto? Nadie te va a dejar solo. Y es normal que sientas miedo. –le regañó.


Vio cómo se derrumbaba, llorando desconsoladamente. Pablo también dejó caer alguna lágrima. Aunque de buena gana, hubiera llorando como su amigo. 

Dentro de la tienda, tan solo estaban ellos dos. Pablo observaba pensativo, a través del cristal. Alguno iba de allí para allá. Aunque más bien era para matar el aburrimiento, que con esperanzas de encontrar algo valioso. Miró hacia el cielo, y después comprobó su reloj. Aún no había signos de empeoramiento del tiempo, pero la tarde caía sobre ellos. Caminar por la noche era casi un suicidio. Cuando se giró para mirar a su amigo, este estaba tumbado en posición fetal. Dormido en apariencia. Observó inmóvil, paciente, si su esternón subía y bajaba. Respiró aliviado, al comprobar que aún seguía vivo. Un miedo, de repente, le abordó el pensar que por unos minutos había bajado la guardia. No era normal, que en cuestión de minutos, alguien que muere se levante. Pero el solo hecho de pensar que podría haberle pasado a Vergara le ponía la piel de gallina. 

Otra noche más que pasaba lejos de su hijo. Su corazón se le aceleraba al pensar lo muerto de miedo que podría estar. Eso era la fuerza que le impulsaba a continuar su búsqueda. No lograba conciliar el sueño, entre otras cosas, por estado de salud de Vergara. Si la infección se extendía, moriría. Allí sentado, vio como Reina tampoco podía dormir.

- ¿No puedes dormir tú tampoco? –le preguntó a Reina.

- No. –se limitó a contestar.

- ¿Qué hacías antes de todo esto? Me refiero…

- Ya sé a qué te refieres. –le cortó- Era monitor de escalada. 

- Entiendo. 

- ¿Tú siempre fuiste tan cabrón como cuando te conocimos? –preguntó sin tapujos.

- Lo del campamento fue… un error… ya me disculpé con Raúl. Si tengo que disculparme otra vez, lo haré. Pero creo que todos hemos hecho cosas que no nos gustan. 

- Pudimos irnos. Nos escapamos. Si no llega a ser por Raúl, toda esa gente hubiera muerto. Arriesgó su vida por avisar de la horda. ¿Y cómo se lo pagáis? Metiéndole en una jaula para experimentar con algo que no se puede curar.

- Eso que hizo, le honra. Intenté enmendar mis errores sacándolo de allí junto a más de tus amigos. ¿recuerdas?

- Con nuestra ayuda.

- Si. Con vuestra ayuda. ¿podemos dejar de discutir de algo que ya no tiene solución?


Reina, en el fondo, lo que le pasaba era que estaba furioso por la pérdida de Raúl. Por lo que, asintió con la cabeza, para contestarle.

- Si Sharpay está con Mateo, no le pasará nada. –era su disculpa.

- Eso espero. –suspiró.


Con los primeros rayos del sol, continuaron su marcha. Vergara estaba mal. Pero no peor que el día anterior. Pablo le hizo tragar otra pastilla de amoxicilina, y con ayuda de Ramón lo llevaban casi en volandas. Pero era inútil. No había logrado caminar ni veinte metros. La mala alimentación, también pasaba factura en las fuerzas. Vergara, suplicaba una y otra vez que no le dejaran solo. Por suerte, el buen tiempo parecía que les daría un día más de tregua. Mucha nieve ya se había derretido y se podía caminar sin tanta dificultad. 

- Tengo una idea. –dijo Reina- Héctor, necesito tu ayuda.

- ¿A dónde vais? –preguntó Pablo confuso.


Reina le indicó con el dedo una dirección. Al parecer estaban cerca de alguna ciudad, donde un hospital se encontraba a las afueras.

- Eso es una locura. ¿Qué piensas hacer allí? –preguntó Pablo asustado.

- Si hay un hospital, habrá ambulancias. Si hay ambulancias, habrá camillas. No son pesadas. Nos ayudará a llevar a Vergara.

- Si hay un hospital, habría muchos enfermos, si había muchos enfermos –contestó con el mismo tono que Reina- habría muchos muertos, si hay muchos muertos hay mucho peligro. No. No vayáis. Buscaremos otra alternativa.


Pero Reina y Héctor ya no lo escuchaban. Se alejaban con paso rápido y esmerado. Pablo y Ramón, los observaban con incredulidad. Sin nada más que hacer que esperar a que volviesen. Algo que ocurrió en cuestión de una hora y media. Ambos volvían con una sonrisa de oreja a oreja, empujando una camilla naranja. 

- ¿Lo ves? –dijo Reina riendo- No había nada que temer. –pasó un brazo por los hombros de Héctor, también orgulloso de su hazaña.

- Ha sido una irresponsabilidad. –replicó Ramón.

- Tío, -dijo Héctor- ya no soy el niño al que regalabas videojuegos a la salida del colegio. 


Reconociendo que aquella era una buena idea, montaron a Vergara en la camilla. Le ataron para que no se desplomase y poder transportarlo con seguridad. Siguiendo los carteles de tráfico, Pablo pudo orientarse. Hacían turnos para empujar la camilla. Cuando llegaron a una incorporación de una autovía, leyó el cartel. 

- Vamos por buen camino, y el tiempo nos está dando una oportunidad. –informó- En cuanto podamos, nos haremos con un coche. Creo que la nieve no será un problema de aquí en adelante.


Aquella autovía, degradándose a pasos agigantados, daba un aspecto tétrico. Uno de los carriles de la derecha, en dirección correcta de la circulación, estaba plagado de coches detenidos. Uno detrás del otro. A unos dos kilómetros, varios conos naranjas, acortaban la calzada, obligando a los vehículos a escorarse hacia ese carril. En algún momento, la Guardia Civil o el ejército, los desviaban o simplemente, guiaban a los asustados conductores y familias. Mientras recorrían, en paralelo a los coches, miraban hacia el interior. Algunos estaban vacíos, otros, ante el ruido atronador de sus pisadas sobre el reinante silencio, aparecían infectados atrapados en su interior tratando de darles caza. Pablo se detuvo ante un todoterreno. Parecía el adecuado para viajar. Una de sus puertas estaba abierta. Limpio uno de los cristales, para descubrir el cuerpo de una niña. Cerró los ojos, lamentándose de haberla visto. Cuando los volvió a abrir, la cara de la niña le miraba a través del cristal.

1 comentario:

Unknown dijo...

Este capítulo da más esperanza... al final van a atravesar toda España, me gusta. Como siempre Cliffhanger... con ganas d mas. Gracias