domingo, 14 de octubre de 2018

La nieve los trajo. Capítulo 44

Capítulo 44.


Comprobaron el estado de todos los vehículos. Ninguno valía la pena. Faltaba combustible. Baterías agotadas o simplemente, ausente de ellas. Reina contempló aquel tramo de autovía. Supo que allí habían acampado por un tiempo. Los restos quemados intuían antiguas fogatas. Pablo, seguía de pie, mirando a la niña con pena. Ramón, a su lado, chasqueó la lengua. 

- Ha tenido que pasar un infierno. A saber cuánto tiempo lleva sola. –dijo Ramón para romper el hielo.


Pablo tan solo asintió y examinó el coche donde estaba la niña. Se sentó en la parte delantera, y accionó el contacto. Combustible no le faltaba, de hecho estaba casi lleno. Pero la batería no disponía de carga suficiente para accionar el motor de arranque. Ordenó que sacaran todas las baterías de los demás coches, y una por una fue probándolas. Ninguna pudo hacer frente a la exigencia del motor. 

- ¿Qué hacemos? –preguntó Héctor. 

- Continuar a pie por esta carretera. No parece peligrosa. –contestó Pablo.

- Madre mía…-protestó Héctor-… veintitrés coches y ni uno funciona. Es desesperante.


Pablo levantó a la niña apoyándola sobre su pecho, pasando sus brazos alrededor de su cuello. Igual que cuando Mateo se dormía en el coche y tenía que llevarlo dormido hasta su habitación. Los demás no objetaron nada. Eran conscientes que no podían dejar a una niña tan pequeña sola, y mucho menos, inconsciente. Era evidente, que se las sabía arreglar sola, de otra forma no seguiría con vida. Pero no de esa manera.

Empezaba a oscurecer cuando recorrieron ocho kilómetros. Vergara seguía inconsciente, remolcado por Ramón. Pablo, que se dio dado cuenta de que la niña estaba despierta. La dejó tranquila. Pues no había mostrado más síntomas de arrebatos contra él. De hecho, se aferró con fuerza a su cuello. Su corazón se aceleró al notar como se humedecía la parte de la camiseta donde apoyaba la cara. 

- Tranquila –susurró a su oído.


La niña se agitó un poco, pero Pablo la abrazó con calidez. Algo que María, percibió como algo bueno. La siguiente parada la harían en las cabinas de peaje de aquella autovía. Reina y Héctor se ocuparon de los cinco infectados que andaban cerca. Pablo se metió en una de las cabinas con la niña.

- Puedes sentarte aquí. –susurró. 

La niña se separó de Pablo, y con mucha cautela se agazapó debajo de la minúscula mesa. No dejaba de mirarle a los ojos. Pablo se puso de rodillas.

- ¿Cómo te llamas? –preguntó en voz baja. Pero la niña no contestó- vamos a hacer una cosa. Yo te voy a preguntar cosas, y tú solo tienes que contestarme con la cabeza sí o no. ¿Te parece? –afirmó con la cabeza- Eso es. Muy bien. ¿Tus padres estaban contigo?-negó-¿les pasó cosas malas?-afirmó-¿tu lograste escapar?-afirmó-¿has comido algo recientemente?-negó-no tenemos mucho, pero creo que podría compartir contigo esta bolsa de patatas fritas, ¿te gustan?-afirmó-¿Me has atacado pensando que era uno de esos que comen gente?-negó, y lo miró temblorosa-¿gente normal te ha hecho daño?-afirmó, y Pablo suspiró de rabia-No quiero que pienses que nosotros te vamos a hacer daño. Todo lo contrario. ¿has visto a ese hombre de la camilla?-afirmó-lo estamos cuidando. Nosotros hacemos cosas buenas. Ahora, te voy a dejar aquí un momento, comete toda la bolsa si quieres. Pero tengo que salir a ayudar a mis amigos.-negó- ¿no? ¿no me dejas?-negó dos veces-¿me dejas que se lo explique a mis amigos?-afirmó- Está bien. 


No salió más de dos pasos de la cabina, y les explicó a los demás, que la niña no quería estar sola. Lo entendieron, y cerca de allí se reunieron. Pablo se encerró en la cabina, se sentó justo enfrente, y continuó preguntándole cosas. Ella comenzaba a confiar en él. Fue una noche tranquila. La niña se quedó dormida en los pies de Pablo, que contemplaba una foto familiar que guardaba en su mochila. En ella estaba con su mujer e hijo fallecidos en aquel accidente de tráfico. Además de su hijo desaparecido: Mateo. Los añoraba. Sentía el deber de proteger a esa niña. Afuera, escuchó que Vergara agonizaba. Maldijo en silencio. Con los primeros rayos de luz, prosiguieron la marcha. Para suerte de Pablo, la niña caminaba cogida de su mano. No sabía si podría aguantar otra caminata con ella en brazos. Cuando pararon para descansar y reponer las cantimploras en una estación de servicio, Vergara no dio señales de recuperarse. 

- Está muy mal. –dijo Ramón en voz baja.

- Lo sé. –le contestó Pablo- No creo que llegue.

- Deberíamos acabar con su sufrimiento. Sé que es egoísta, pero estas agotando la amoxicilina en vano. Podríamos encontrar morfina y dejar que se marche.

- Odio que tengas razón. –le puso la mano en el hombro- Que Reina y Héctor busquen morfina. A unos veinte kilómetros está Zaragoza. En cualquier hospital o ambulancia deberían encontrarla.

- Me alegro de que lo entiendas.

- Es muy duro dejar morir así a una persona.


Tal como decía Pablo, llegaron hasta las inmediaciones de Zaragoza. No quisieron ir más allá. Aun estando tan lejos, los infectados iban en aumento. Salían de la ciudad al no encontrar más vivos que llevarse a la boca. Reina y Héctor, exploraron el lugar en busca de la morfina. Mientras esperaban dentro de un autobús, Pablo se sentó al lado de la niña. Al fondo.

- Sé que no quieres hablar, pero me encantaría saber cómo te llamas. –le dijo todo lo amable que podía ser en ese momento.


De uno de los bolsillos sacó un rotulador verde, y escribió en el respaldo del asiento de delante.

- Maria…-lo leyó-… que bonito. Yo me llamo Pablo. Encantado de conocerte.-le tendió la mano, pero ella rehuyó el saludo- ¿No quieres darme la mano?-negó-No pasa nada. Por cierto, tengo algo para ti. Lo cogí antes de marcharnos.


Sacó su mochila con flores rosas, y la niña abrió tanto los ojos que parecían que se le fueran a salir. La agarró con fuerza, y examinó el interior. Sacó su reproductor de música, se colocó los auriculares, pero no funcionaba. Al verlo, Pablo, rebuscó entre sus cosas y le tendió dos pilas. 

- ¿Esto es lo que buscas? –preguntó. Ella afirmó, pero no se atrevía a cogerlas- Muy inteligente buscarte un reproductor que funcione con pilas. He visto que aun conservas un móvil. Supongo que se te acabaría la batería y te gustaría seguir escuchando música. A mí también me gusta. –le tendió la pilas- Toma. Te las regalo. Pero con una condición.-había levantado las manos, pero al escucharlo, las volvió a bajar decepcionada- quiero que confíes en mí. Sé que es difícil y seguramente, verás cosas que no son agradables y creas que somos malos. Pero lo hacemos para protegernos. ¿estás de acuerdo?-afirmó sin dejar de mirar las pilas. Pablo se las dio, y le pasó la mano por el cabello sucio-Hay que buscar la manera de asearte.


Reina y Héctor tardaban más de la cuenta. Ramón, que estaba afuera con Vergara, también comenzaba a impacientarse. Pero unas tres horas más tarde volvieron. Estaba exhaustos. Sin embargo, se las habían arreglado para conseguir la morfina. Pablo fue el encargado de suministrársela. Con la primera dosis, quedó tan tranquilo que asustaba. Vergara le miraba con miedo, siendo consciente de lo que ocurría. Le agarró fuertemente la mano. Maria estaba a su lado. 

Reina fue el encargado de continuar empujando la camilla con Vergara. Evitaron por todos los medios, entrar en la ciudad. En una carretera secundaria, encontraron varios coches que funcionaban. En el más amplio, subieron a Vergara. En un segundo, tan solo iban Pablo y Maria. Por fin estaban llegando a su destino. Llegaron a un pueblo pequeño. Más bien una aldea. Por las estrechas calles había infectados, pero no suponían peligro. Se alejaron un poco, para poder consultar el mapa con tranquilidad. Pero al ver un cartel informativo sobre un lugar turístico, en el Castillo de Lobarre, continuaron unos cuantos kilómetros más. Según el cartel, faltaban cinco kilómetros. Subieron una montaña, para ver un paisaje agreste. Lleno de caminos de tierra, bosques frondosos y más montañas. Pero lo más interesante, sin duda, era la imagen de un imponente castillo amurallado a unos diez o doce kilómetros en línea recta. 

- Por estos caminos no podremos avanzar con Vergara en esa camilla. –dijo Pablo abatido.

- Antes de ir, deberíamos explorar los alrededores –intervino Ramón- dudo mucho que esos tipos con armadura dejen este lugar sin vigilancia.

- De nuevo, odio que tengas razón. –suspiró largo y tendido.

- Lo mejor será dejar a Vergara en el coche con agua y un arma. –propuso Reina.


El sonido de un traqueteo constante interrumpió su conversación. Provenía por la misma carretera por la que habían venido. Héctor corrió, y escondido entre los árboles, vio como un grupo de personas con armadura y caballos se acercaba. Detrás de toda la diligencia los seguían dos carros, o remolques, tirados por caballos. Héctor informó, y todo lo rápido que pudieron, sacaron los coches de la carretera. Ya no los podrían volver a sacar, pero no se verían. Esperaron detrás de los coches, y observaron pasar a la diligencia. Dentro de los remolques se intuía que había gente. 

- Se dirigen al castillo. No hay duda. –susurró Ramón.

Cuando los perdieron de vista, volvieron al camino. 

- Héctor –ordenó Pablo- síguelos de cerca. Reina, deberías ir al este y comprobar cómo está el perímetro. Ramón, tu vete por el norte. Maria y yo nos quedaremos con Vergara. Nos reuniremos aquí antes del anochecer.


Llegada la hora marcada, todos volvieron. Para alivio de Pablo, no habían sufrido daño alguno. Cada uno le informó de lo visto. Héctor siguió a la diligencia, hasta un puente sobre un rio no muy profundo pero bastante ancho. Allí tenían apostados dos hombres siempre vigilando. Tuvo que retroceder varios metros para no ser visto. Reina comprobó que había grupos de dos guardias, recorriendo el perímetro por donde empezaba el bosque adyacente al castillo. Ramón informó exactamente igual. Disponían de provisiones para al menos cuatro días, si las racionaban bien. Durante esos días, observaban los movimientos de los guardias. Hacían guardias de doce horas seguidas. Cada noche, mataban infectados que se acercaban y los llevaban a fosas donde los quemaban. 

- Creo que por el este va a ser más fácil. Los dos guardias nocturnos están constantemente discutiendo. La otra noche, en mitad de una discusión, mataron a una mujer viva. –dijo Reina.

- Iremos por ahí entonces. –dijo Pablo.

- ¿Podemos hablar en privado Pablo? –preguntó Ramón. 


Aquello no le gustó. Si tenía que decir algo, lo podía decir delante de los demás. Sin embargo, ante la insistencia de Ramón, accedió. Se alejaron varios metros.

- Vergara. –dijo Ramón con los brazos en jarra.

- ¿Qué ocurre? 

- Deberías hacerlo ya. No te queda morfina. Esta mañana ni siquiera se ha despertado. He escuchado mil veces esa respiración. Se está muriendo. No hay nada que hacer. –le tendió un cuchillo de largo filo- te aconsejo que lo hagas esta noche. Y no se ocurra volver a decirme que odias que tenga razón. Me pone de muy mala hostia.

- Está bien. Lo haré esta noche. –dijo cogiendo el cuchillo- Odio que tengas razón.


Ramón se alejó a tiempo de no darle un buen golpe en la cara. Eso sí, le bufó antes de irse. Pablo abrió la parte trasera del coche donde estaba Vergara, y tuvo que taparse la boca y nariz con la manga. El hedor que desprendía era insoportable.

- ¿Estas despierto? –preguntó abatido. No obtuvo respuesta vocal, pero si movió un poco la mano- Amigo… estoy ante una situación complicada. No me queda más morfina. Estamos a punto de abordar el castillo. Tan solo quería que lo supieras. –vio que elevaba la mano débilmente- Te prometo que lo haré con el mínimo dolor. Aunque supongo que lo que estas padeciendo es casi peor. –el cuerpo de Vergara se estremeció. Pablo tragó saliva- Ha sido un placer haberte tenido en mi batallón. –emitió un gruñido que interrumpió el discurso- ¿Vergara? ¿Me escuchas?


Vergara se incorporó. Aunque del antiguo soldado solo quedaba el cuerpo. La mirada estaba perdida. Sus ojos carentes de vida. Vergara había muerto, aunque no sabían desde cuando estaba así. Con lágrimas en los ojos, le clavó el cuchillo en la sien. Penetró lo suficiente para que se desplomase.

- Lo siento…-dijo llorando.


Se reunió con el resto, y se pusieron en marcha. Andaban con sigilo, y ya escuchaban a dos de los guardias. Se habían quitado las armaduras, y asaban un animal cazado. Uno de ellos, el más alto y fuerte se acercaba peligrosamente hacia ellos. Ramón lo abordó desde atrás, asfixiándole lo suficiente para que perdiese el conocimiento. Pablo se acercó hacia el otro, que permanecía sentado probando la carne. Le puso el cuchillo en el cuello.

- No te muevas o te corto el cuello –amenazó Pablo con tranquilidad- ¿Dónde está la gente que habéis robado?

- Creo que cometes un error. –dijo aquel chico forzando la voz.

- Yo creo que no. Llévanos hacia el castillo y no te ocurrirá nada.

- ¿No pretenderás que os abran las puertas por la fuerza? –preguntó el chico- Estamos bien armados. No lograreis nada de esta manera.

- Levanta. –gruñó Pablo.


Anduvieron varios kilómetros, hasta las inmediaciones del Castillo. Dos guardias subidos en sus caballos, salieron en su encuentro. Custodiaban el paso elevado que permitía la entrada a la muralla. Dieron varias vueltas sobre el grupo observando a los agresores. 

- ¿Quiénes sois y porque hacéis prisionero a uno de mis guardias? –preguntó uno de los hombres a caballo.

- Me llamo Pablo Figueroa. –contestó- Hace un mes atacasteis mi hacienda, y secuestrasteis a mi gente. No veo descabellado que haga prisionero a uno de los vuestros.


Ninguno de los hombres habló. Tan solo daban vueltas en círculos sobre el grupo de personas a pie. Hasta que al fin, uno de ellos cabalgó hacia el puente levadizo y gritó algo a alguien de dentro. Tras unos segundos el puente bajó, y los dos grandes portones se abrieron.

- Seguidme. –ordenó el segundo hombre a caballo.


Ramón y Reina esperaron la aprobación de Pablo. Este les hizo una señal con la cabeza, y avanzaron hacia el interior de la muralla. Allí estaban esperando otros dos hombres a pie.

- Deben entregar todas las armas. De fuego también. –dijo cansinamente uno de los hombres, barrigudo y con cara de haberle despertado de un sueño profundo.

- No entregaremos nada. –dijo Pablo confiado.

- En ese caso, no puedo permitirles la entrada. Dentro de las murallas, nadie va armado, excepto los guardias. –informó con la misma voz cansina.

- Avisa al comisario. –ordenó el primero de los hombres a caballo- ustedes-se dirigió a Pablo- quédense aquí. Si el comisario lo considera oportuno, obrará en consecuencia.



Las habitaciones del comisario estaban a oscuras. A su lado, en la cama, yacía una mujer desnuda que dormía plácidamente. Llamaron a la puerta incesante. El comisario se levantó y abrió la puerta.

- Disculpe la intromisión, Señor Comisario.-dijo el guardia- Hay un problema en el puente.

- De acuerdo. No los esperaba hasta mañana, pero en fin… ¡que desconsiderados! –guiñó un ojo al guardia que se apartó de la puerta y esperó a un lado pacientemente.


El comisario volvió hacia la cama, besó en la frente de la mujer, que se despertó somnolienta.

- Querida. –susurró- El deber me llama. 

- ¿Dormirás esta noche conmigo? –preguntó lascivamente acariciando su miembro.

- No lo dudes, querida. No lo dudes.


Pablo, Ramón y Reina seguían al borde de la muralla, sin perder ojo a todas aquellas personas. Incluso, algunas de dentro se habían acercado a curiosear. Hasta que algo, o alguien, les ahuyentó. Un hombre bajo, con pelo negro y largo hasta los hombros, caminaba con altivez hacia ellos. Vestía una túnica negra hasta los tobillos y se resguardaba del frio con una manta de piel por los hombros. 

- Buenas noches caballeros. –dijo con voz autoritaria a unos diez metros antes de llegar- Déjenme contar… uno… -señaló a Pablo que sostenía aun al chico con el cuchillo en el cuello-…dos…-señaló a Ramón-…tres…-señaló a Reina-… que curioso. ¿Dónde se han quedado el moribundo, el joven espía y la niñita?


Aquello dejó boquiabiertos a los tres. 

- Oh… no me miren con esas caras de asombro… ¿pensaban que entrar en nuestros dominios era tarea fácil? No señor, -señaló a Pablo-… ¿puede dejar al muchacho? –preguntó amablemente, pero con gran autoridad- piénselo… tres guardias aquí abajo, mas quince que ahora mismo les están apuntando con sus arcos desde aquellas dos torres. –sonrió burlonamente.

- ¿Dónde están? Quiero saber dónde está mi hijo. –ordenó Pablo.

- Ahora mismo desconozco que partida es de la que proceden. Sin embargo, tengo conocimiento de que dentro de dos días llegará una. Quizá sea la que ustedes están buscando. 

- ¿De qué coño estás hablando? Esto es una puta locura. –dijo Pablo con gran enfado.

- Dígame su nombre si es tan amable. No me gusta hablar con alguien de cuyo nombre desconozco.

- Pablo. –contestó arisco.

- Estupendo –dijo en voz alta y alegre- Pablo, soy el Comisario Elías. Están a punto de entrar en el Castillo de Lobarre. Déjeme decirle… por favor…-puso cara de súplica burlona-… que suelte al chico. No tienen nada que temer. Todo lo contrario. Queremos ayudarles. –su tono burlón desapareció- Este lugar es lo más seguro que encontraran a miles de kilómetros. Les ofreceremos cobijo, trabajo, y lo más importante: seguridad. No tendrán que pelear nunca más con esos dichosos monstruos. –hizo una pausa, y miró por encima de sus hombros- Oh… miren… ya vienen. –hizo una reverencia exagerada.

- Señor comisario, no hemos encontrado al moribundo. –informó un guardia que custodiaba a Héctor y Maria que iba de la mano de este.

- ¿y bien? –preguntó algo molesto a Pablo.

- El moribundo, era mi amigo. –le contestó Pablo de malas maneras.

- Debo suponer que ya no está entre nosotros. Una pena… -mintió-… como decía… -se impacientaba-… por favor… ¿quiere dejar a mi guardia en paz? Me pone muy nervioso. Somos gente muy civilizada. 

- Pablo…-interrumpió Ramón-… suéltale…


Con gran desdén apartó el cuchillo del joven, que se desprendió de Pablo con gran rapidez y se puso detrás del comisario.

- Se lo agradezco enormemente. –hizo otra reverencia-Ahora, me gustaría que aceptasen nuestra hospitalidad. Entreguen sus armas, de fuego o no. Y les proporcionaré, personalmente, un lugar donde alojarse. Un baño caliente. Una cena caliente. Y mañana por la mañana, cuando estén descansados y dispuestos, concertaré una cita con el Rey.

- ¿El rey? –preguntó Pablo sorprendido- ¿No eres tú el líder?

- Jajajaja –rio con tanta fuerza que los guardias se miraban entre ellos con incredulidad- siempre me ocurre lo mismo. No me acostumbro. Mañana sabrán todo lo que ocurre aquí. Ahora si son tan amables, acompáñenme.


Algo indecisos, dejaron sus armas al hombre barrigudo. Maria corrió hacia Pablo y le apretó la mano. Le miró hacia la cara, y este le hizo una mueca para tranquilizarla. Atravesaron el túnel de la muralla, y se sorprendieron de ver la amplitud del interior. Había construcciones muy antiguas alrededor del Castillo principal. Era una ciudad en toda regla. En las puertas de las casas, sus inquilinos habían salido a curiosidad, lo que fuera que estuviese pasando a esas horas de la noche. Callejuelas estrechas separaban una vivienda de la otra. El suelo de piedra resbaladizo tenía altibajos, y pendientes muy inclinadas. Delante de ellos caminaba con desparpajo el Comisario. Detrás de ellos, la comitiva de cinco guardias bien armados. Se pararon enfrente de una puerta, de una de tantas viviendas. Disponía de dos pisos, y varias ventanas rejadas en ambas plantas. El comisario tocó varias veces con el llamador de la puerta. Una tenue luz proveniente de una de las ventanas les llamó la atención. Al poco, la puerta se abrió. Les recibió un hombre fornido, con una barba poblada y entrecana. Su atuendo era una mezcla de ropa actual con algunos retales de hacía muchos años. 

- ¿Se le ofrece algo Señor Comisario? –preguntó con una voz potente y con marcado acento del norte de Europa.

- Buenas noches Maksim. Espero no haberte despertado. –dijo amablemente el comisario.

- No se preocupe. –contestó, mirando hacia Pablo y los demás.

- Acabamos de recibir una visita inesperada, como podrás comprobar. Había pensado, ya que tu taberna tiene poca afluencia estos días, que podrías alojar convenientemente a mis invitados. 

- Será un placer, como siempre. –contestó Maksim.

- Te estoy muy agradecido. –dijo a la vez que sacaba unas monedas de oro, que ninguno de los nuevos reconoció. Se las entregó al hombre ruso, que las contó y miró con las cejas arqueadas.

- Dos menos que la última vez. –seguía teniendo la mano elevada esperando más.

- Por dios Maksim. No eres capaz de hacerme una rebaja. Está bien. –sacó dos monedas más y las puso en la mano del ruso, que la cerró satisfecho.

- A mí no me hacen rebajas para dar de comer a mi familia. 


El comisario se apartó, para que Pablo y los demás fueran entrando en la taberna de Maksim. Se sorprendieron al entrar, ya que parecía que habían retrocedido cien o doscientos años. Una estrecha barra de madera, donde se apoyaban varias botellas verdes con líquido en su interior. Colgados del bajo techo, había salchichas y embutidos varios, así como medio cerdo partido longitudinalmente. El resto de la estancia lo componían tres mesas de madera antigua y sus sillas correspondientes.

- Que pasen buena noche. –se despidió el comisario antes de marcharse- Están en buenas manos.


El hombretón ruso, que tenía que andar algo inclinado para no golpearse la cabeza con el techo, se puso detrás de la barra y descorchó una de las botellas verdes. De debajo, sacó un vaso de cristal, este más moderno, y se sirvió el líquido que parecía ser vino aguado. 

- ¿Alguien quiere? Va incluido en el precio. –dijo mirándolos después de beberse de un trago el vino.

- ¿Qué es este lugar? –preguntó Ramón sin dejar de salir de su asombro.

- Este lugar nos ha salvado la vida a todos los que vivimos en él. Pero supongo que mañana os lo explicaran mejor. –contestó el hombre- Creo que aún queda algo de estofado de cerdo con champiñones. Os serviré la cena. Sentaos y descansar.


A decir verdad, pese a su acento rudo y aspecto aún más rudo, era que Maksim fue amable y atento en todo momento. Se marchó por una portezuela a su izquierda. Pablo, Maria y los demás, se sentaron en las sillas. 

- ¿Qué creéis que pasa aquí? –preguntó Reina.

- No tengo ni idea. Pero parece que hemos viajado en el tiempo a la edad media. –contestó Héctor entre curioso y divertido.

- Yo no lo encuentro tan divertido Héctor. –le regañó Pablo- Aquí hay algo que no cuadra.


Fueron interrumpidos por una joven muchacha, de cabello rubio platino muy ondulado y menuda. Vestía con ropa muy antigua como de época, y traía consigo un caldero de hierro fundido que depositó sobre una de las mesas. Detrás de ella, otra mujer, más alta y mayor que la primera. También de pelo rubio. Ambas muy guapas. La mujer mayor traía platos y cucharas que puso al lado del caldero. Maksim llegó tras ellas.

- Os presento a mi mujer Nadezhda, y mi hija Nadya. Ellas os servirán la cena. –esperó alguna respuesta por parte de sus invitados.

- Pablo –le tendió la mano amablemente- Estos son Héctor, Ramón, Reina y Maria. –presentó al resto- Le estamos muy agradecidos por su hospitalidad.

- Agradézcanselo al comisario. Fue quien pagó. –contestó no libre de amabilidad.

- De igual manera, le agradecemos a usted y su familia. –dijo Ramón.


Después de una cena decente y caliente, Maksim y su familia los acompañaron a dos habitaciones de la planta superior. No eran gran cosa, pero suficiente para descansar plácidamente. Al fondo del pasillo se encontraba un cuarto donde la joven Nadya, estaba llenando una bañera de enormes dimensiones con agua que calentaba en una chimenea contigua. Se acercó tímidamente hacia Reina, que era el más cercano.

- La bañera está lista. Encontraran jabón en la estantería. –no miraba nunca a la cara de nadie.

- Gracias. –contestó Reina observándola curioso.

- Si necesitan que la rellene, solo tienen que decirlo. –se marchó dándose la vuelta muy rígida. Acelerando el paso al darse cuenta que Reina la contemplaba absorto.


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