lunes, 15 de octubre de 2018

La nieve los trajo. Capítulo 45

Capítulo 45.


Fue extraño y agradable en un porcentaje similar. En apariencia, los colchones no parecían muy cómodos. La realidad, es que después de dormir en el suelo, o en la parte trasera de cualquier coche, ese colchón era una maravilla. Reina despertó tan descansado, que le resultaba difícil de creer. Por la estrecha ventana enrejada, se escuchaba el murmullo de gente que iba y venía. Con conversaciones en las que no incluían nada de infectados o huidas desesperadas. Todo lo contrario. Eran chismorreos sobre quien cocía el pan más barato, o que carnicero había conseguido las piezas más grandes en la caza. Todo lo que podías esperar de una vida normal. Con las complicaciones básicas de convivencia sin peligros. Se sorprendió el mismo en un espejo colgado de la pared, con media sonrisa. En la cama de al lado, aun dormía Héctor. Roncaba de tal manera, que en cualquier lugar de ahí fuera atraería sin mayor dificultad a una horda de infectados. Se fijó en la percha donde había dejado su sucia ropa. Tuvo que mirar dos veces, para cerciorarse de que estaba limpia. De hecho el olor a lavanda inundaba toda la habitación. Habitación que solo disponía de esas dos camas y el perchero. Se vistió y bajó a la taberna. Se asombró al descubrir que era el primero en bajar. En la sala se encontraban dos hombres que charlaban amistosamente con Maksim. Encima de la barra había tres vasos y una de esas botellas verdes con más de la mitad del contenido ya consumido. 

- Buenos días muchacho. –saludó uno de los lugareños. Portaba una boina negra y mascaba un palillo de madera- Ven, siéntate con nosotros. Te invito a una.

- No gracias. –contestó reina algo abrumado.

- ¿Quieres algo menos duro por la mañana? –preguntó Maksim entre risas.

- Pues sí. Pero no dispongo de nada para pagar. –dijo.

- No te preocupes por eso. –le hizo gestos, para que se acercara- Aunque te honra tu humildad.

- Soy Santi –dijo el otro lugareño con un poblado bigote y también mascando un palillo- Mi amigo es Antonio. Déjanos que te invitemos a lo que sea. 

- ¿Café? –propuso Maskim- ¿Té?

- Supongo que café estará bien.

- Te pondré un poco de pan recién hecho. –desapareció por la puertecilla.

- Y dinos muchacho. ¿Cómo te llamas? –dijo el del bigote.

- Aitor. Pero todos me llaman Reina. Es mi apellido. –contestó.

- Encantado Reina. Y bienvenido. –dijo el de la boina con efusividad.

- ¿Habéis hablado ya con el Rey? –preguntó Santi.

- No. Llegamos anoche. Supongo que hoy lo haremos.



Continuaron acribillándole a preguntas. ¿De dónde venís? ¿Cómo habéis sobrevivido? ¿Cómo está todo fuera? Etc. Maksim apareció con un vaso de café y dos rebanadas de pan blanco horneado junto a un taquito de mantequilla. 

- Si sigues contestándole a sus preguntas, te seguirán haciendo más y más. –le aconsejó.


En ese momento, Nadya apareció y nada más ver a Reina, se dio la vuelta rígida y se marchó. Su padre no lo pasó desapercibido y se disculpó con Reina.

- Debes perdonarla. Es muy tímida. –bajó la voz- Y es algo… especial. ¿No sé si me entiendes? –con el dedo índice en la sien lo giró en ambos sentidos, indicándole que no estaba bien de la cabeza.

- Entiendo… no se preocupe. –dijo mirando por donde se había marchado la joven.


Era mediodía, cuando todos se reunieron en la taberna. Habían saciado el hambre, estaban aseados y descansados. Maksim hizo que su mujer llevase un mensaje al Comisario para informarle de que estaban preparados. La respuesta no se hizo esperar, y dos guardias los acompañaron a través de las callejuelas hasta la recepción del Castillo. Era un recibidor enorme, con una gran escalera que conducían a la planta superior. Esperaron allí, hasta que el Comisario bajó por aquellas esplendidas escaleras, seguido de una hermosa mujer de pelo negro y rostro puntiagudo. 

- Sean Bienvenidos al Castillo de Lobarre. –abrió los brazos como si los fuera a abrazar- Veo que Maksim los ha tratado como se debe. Bien aseados… por dios… si hasta parecen menos agresivos…

- ¿Podemos dejarnos de tanta gilipollez?-protestó Ramón.

- …veo que no… -puso los ojos en blanco decepcionado-… seguidme. Los acompañaré a la vista.


Subieron las escaleras, y pasaron por innumerables salones grandiosos, llenos de antigüedades y ostentosos objetos valiosos. Dos guardias, vestidos de diferente color custodiaban una puerta doble con ribetes de oro. El Comisario les hizo un aspaviento, y se apresuraron a abrirlas. Era otro salón con una gran mesa de comedor con una longitud de casi diez metros. Al fondo, se disponían los servicios para seis personas. Un hombre trajeado, fue indicándoles donde sentarse.

- Esperen aquí. –dijo el hombre trajeado- Voy a anunciar al Rey su llegada.

- ¿Tú no te quedas? –preguntó Pablo al comisario, contando los platos y las personas sentadas.

- Mis obligaciones me reclaman. Además… mis funciones terminan aquí. –se marchó dándole las mismas órdenes a los guardias, para que cerraran las puertas.


No tardando, una puerta a un costado se abrió, por ella apareció el hombre trajeado seguido de otro hombre. Iba encorvado. Con pelo largo entrecano y con un gran parecido físico con el comisario. Caminaba con cierta dificultad a pesar de no ser tan mayor. Contra todo pronóstico, su vestimenta era del todo normal. Unos pantalones de algodón negro y una camisa blanca impecablemente planchada Llegó hasta su silla, presidiendo la mesa. Los observó largo rato a cada uno y se sentó.

- Deben disculparme. Mi salud no me permite permanecer mucho tiempo de pie. –soltó un gemido de placer al sentarse- De nuevo, debo pedirles disculpas por el exceso de protocolo que mi hermano les haya podido hacer sufrir. Como han podido deducir, el comisario y yo somos mellizos. Sé que tienen muchas preguntas que desean ser contestadas. Así que no les haré perder más su tiempo y comencemos. –chasqueó los dedos y un ejército de mujeres entró por otra puerta cubriendo la mesa con exquisitos manjares. Ensaladas, patatas asadas, chuletas de cordero y pan.

- Hemos venido –comenzó Pablo- porque hace un mes, atacaron el lugar donde vivíamos llevándose a mi hijo y varias personas más de mi grupo.

- Ah eso…-se llevó una chuleta a la boca. Esperó a masticarla con demasiada lentitud-… tengo entendido que la última expedición no llegará hasta mañana. No obstante, quiero contestarles en primera instancia a la pregunta que no se atreven a formular. Una semana antes de dar comienzo la epidemia, el alcalde que por aquel entonces tenía el pueblo de Lobarre, solicitó ayuda al Gobierno central. Su única respuesta fue: “Tenéis carta blanca para hacer lo que sea conveniente” –hizo una pausa, pensativo- Como habéis podido comprobar, el pueblo no es muy grande. Creo que había censadas unas mil personas aproximadamente. Con ayuda del policía local, nos refugiamos en el pabellón d baloncesto. Sufrimos ataques de los seres monstruosos, día sí, día también. Mi hermano y yo, cansados de aquella situación, y como no, de la falta de comida y bebida, nos propusimos escapar al castillo. A este castillo. A mí me habían declarado una incapacidad del ochenta por ciento, pero aun así, el alcalde me asignó la conserjería del centro turístico del castillo. Mi hermano se encargaba de llevarme y traerme todos los días. Creo que me estoy desviando un poco, disculpadme. –los miró incrédulo- Pero por favor, coman. Coman. –esperó a que se sirvieran algo en sus platos para continuar- Como les estaba contando, tras un nuevo ataque de los monstruos, conseguimos llevar a todo el pueblo hasta el castillo. Les aprovisioné de armaduras y espadas que estaban colgadas para luchar contra los monstruos. Aquí siempre hemos sido un pueblo ganadero y agricultor, así que con ayuda de las armaduras, la gente pudo cosechar y traer sus ganados a los prados  colindantes al castillo. Como han podido comprobar, llegar hasta aquí es complicado para nosotros, imagínense para los monstruos. –relataba con tanta parsimonia, que Héctor casi se duerme con un trozo de patata asada a medio camino entre la mesa y su boca- La gente me vio cómo su salvador, y me nombraron rey. Supongo que al “vivir” en un castillo, el nombramiento era adecuado. 

- ¿Y habéis conseguido todo esto en seis o siete meses? –preguntó Pablo

- Cuando a las personas se las da una oportunidad, un motivo para continuar, puede ser extraordinario los avances que se pueden lograr, amigo mío. –contestó con una amplia sonrisa.

- He visto que tenéis vuestra propia moneda. –decía Reina con curiosidad.

- Ah sí…-terminó de masticar la ensalada que se había llevado a la boca-…debajo del castillo encontramos una gran cantidad de oro y unos moldes antiquísimos, que utilizamos para crear nuestra moneda. El Lore. Fue por aclamación popular. Bruno, mi contable, es el encargado de fabricarla. No es muy difícil. Propuse que en vez de intercambio de especies, utilizaran la moneda. De ese modo, les facilitaría la vida. 


Hubo un silencio mientras comían. El rey Joaquín los observaba con curiosidad. En concreto a Maria.

- Dime pequeña, ¿Cómo te llamas? –no obtuvo respuesta- ¿No quieres hablar conmigo?

- No habla. –contestó Pablo para que la dejara en paz.

- ¿Es su hija? Señor… -dejó que terminara la frase.

- Pablo. Pablo Figueroa. Y no. No es mi hija. La encontré en el camino y me he propuesto ayudarla. 

- Muy bien. Muy bien. –asintió con la cabeza a la vez que hablaba- Eso es exactamente lo que pretendemos nosotros. 

- ¿Secuestrando a gente? ¿Con que fin? –preguntó Ramón enfurruñado.

- No, muy señor mío. –dejó los cubiertos en la mesa, y su amabilidad desapareció- Mi gente se pasea por todo el país, ayudando a quien lo necesita. Si la expedición, consideró que sus amigos estaban en apuros, no dudo de que actuarían en consecuencia. Después, y solo después, ofrecemos la posibilidad de contribuir con esta sociedad. Debo deducir, que ustedes no se encontraban en el lugar cuando mis hombres actuaron. Como también debo deducir, que cuando descubrieron que sus amigos ya no estaban, encontrarían alguna señal que le sindicara donde encontrarlos. Y por último, debo deducir, que sus amigos aceptaron. De lo contrario, los hubieran encontrado en el mismo lugar donde los visteis por última vez.


Aquellas explicaciones hicieron reflexionar a los asistentes. Si era cierto todo eso, y en parte lo era, estaban ante una sociedad que podía prosperar. Poco a poco comenzaron a relajarse, hasta cierto punto, en que la comida tenía un sabor asombroso. El Rey Joaquín, hizo una mueca a una de las empleadas, que se aproximó a toda prisa. Los demás no pasaron por alto, que la actitud de todas aquellas mujeres no se parecía nada a la coacción. Si no, todo lo contrario. Lo hacían con tanto gusto que les sorprendió.

- Lola, querida, ¿Qué adobo habéis utilizado para las chuletas? –le tomó una mano cariñosamente.

- Lo desconozco señor. Tendría que preguntarlo en cocinas. –contestó con amabilidad.

- ¿Me haría ese favor, Lola? Tienen un sabor extraordinario. Dele la enhorabuena a la cocinera. Y por cierto. –le tendió la bandeja aun con bastantes chuletas- Sería una pena que se estropeasen. Seguro le sabrán dar buen uso allí abajo.

- Gracias señor. –dijo llevándose la bandeja.

- Parecen muy complacidas de servirle. –dijo Pablo.

- Pablo, amigo mío. Ya se lo he dicho antes. Con buenas formas y mejores obras se llega muy lejos. –chasqueó los dedos en dirección al hombre trajeado, que enseguida se acercó con una gran bandeja de plata con bolsas negras- como decía, aquí tratamos de ayudar a las personas. Pero no lo regalamos todo, por supuesto. El señor Claudio os va hacer entrega de vuestra ayuda. Se trata de veinte Lores y treinta y cinco medios Lores. Esto os ayudará a subsistir dentro de la muralla hasta que encontréis la manera de ganaros la vida. No será fácil, pero tampoco imposible. De algo estoy seguro, y es que toda persona tiene alguna cualidad que podría explotar adecuadamente. Tan solo debe saber cuándo y dónde mostrarla.

- ¿Qué pasa si no aceptamos? –preguntó Ramón aun indeciso.

- Bueno…-hizo una pausa meditada-…en ese caso tienen la opción de tomar las monedas, gastarlas en lo que deseen, y después marcharse. Otra opción es marcharse sin más. Pero lo que no voy a contemplar, es que haya mendigos en las calles. 

- ¿Qué valor tienen las cosas? No es una moneda que conozcamos. –preguntó Pablo.

- El valor que tú quieras darle. Esa parte os corresponde a vosotros. Si van a comprar carne, tendrán que negociar con el carnicero, que a su vez ya habrá negociado con el cazador. Y así sucesivamente. Parece mentira que provengan de una sociedad civilizada. –hizo una muestra de desesperación- Señores, mi tiempo ha terminado. Necesito una respuesta.


Todos menos Ramón, aceptaron casi al instante. Pero al verse solo, recogió la bolsa tintineante a regañadientes. El Rey se levantó, hizo una reverencia y se marchó hacia la puerta por la que había llegado. Se paró en seco.

- Se me olvidaba. En el tablón de la puerta del Comisario, encontrareis las leyes. Son de obligado cumplimiento. 


No dejó que contestaran y se marchó con ese paso lento debido a cualquiera que fuera su enfermedad. El asistente del rey, les insistió a que terminaran el almuerzo antes de marcharse. Ninguno habló en los diez minutos siguientes. 

Aun debían esperar un día mas, para averiguar si la expedición traiga consigo a sus seres queridos. Pablo, se acordó fervientemente de Rebeca. ¿Qué le diría de su hermano? Se le hizo un nudo en la garganta. Se encontraban ya fuera del castillo, frente a la calle inclinada por la que habían subido, con una bolsa llena de monedas que desconocían su valor más allá de que fueran de oro, y sin saber hacia dónde dirigirse. Todos menos Reina. El si lo tenía claro. Y así se lo comunicó al resto.

- Yo me voy, de momento, a la taberna de Maksim. –informó.

- ¿Nos dejas solos? –preguntó Héctor.

- Ya has oído al Rey. Hay que buscarse la vida. Por lo pronto, negociaré con Maksim alguna noche. Vi al comisario pagar cinco Lores de estos cuando llegamos. Supongo que la noche me costará un Lore. –le explicó a la vez que se marchaba.


Pablo era consciente de que aquí, cada uno podría hacer lo que quisiera. Si bien era cierto, que no era todo de su agrado, reconocía que la seguridad y la posibilidad de una vida tranquila lejos de los infectados, le atraía bastante. 

- Hace bien. –dijo Pablo- Creo que los demás deberíamos hacer lo mismo. Yo escuché a uno de los guardias del comisario que hacían falta más vigías. Supongo que se refería a los que atacamos anoche. Hablaré con él.


Otros dos que se marchaban. Maria siempre de la mano de Pablo. Solo quedaban tío y sobrino. Se miraron y sin decir nada, cada uno se fue por una calle diferente.

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