miércoles, 10 de octubre de 2018

La nieve los trajo. Capítulo 42

Capítulo 42.


Al ver la cara de aquella niña mirándole a través del cristal, después de abrir los ojos, le propinó un severo susto. Como un rayo, la niña salió del coche rodeándolo y saltó hacia Pablo con un cuchillo. Gracias a los reflejos, pudo apartarse en el momento en que la niña trataba de acuchillarle. 

- ¡Quieta! –gritó Pablo sujetándola del brazo. 


Era escurridiza, y logró zafarse. Volvió a atacarle, y Pablo no tuvo otra opción que utilizar la fuerza bruta contra ella. Propinándole un golpe con el antebrazo en la cara. La niña quedó inconsciente en el suelo. Reina y Héctor llegaron corriendo.

- ¿Quién es? –preguntó Héctor.

- No lo sé. –dijo pablo conmocionado.



*Sietes meses antes.*


María estaba viendo los dibujos en el móvil de su padre. A pesar de sus ocho años, manejaba la tecnología mil veces mejor que su hermano mayor y su padre. Llevaba recogido su rizado pelo negro en una coleta mal hecha por su padre. Veía como su padre y su hermano corrían por la casa cogiendo cosas y muy nerviosos. 

- ¿Qué pasa papi? –preguntó inocente.

- Nos vamos. Recoge tus cosas y no protestes. –ordenó.


Cansinamente, guardó el móvil y los auriculares en el bolsillo pequeño de su mochila de flores rosas. La que utilizaba para el colegio. Diez minutos antes, Sergio su hermano mayor, le ayudó a guardar varias mudas y ropa ligera en la mochila. No entendía que ocurría. Al salir al ascensor, vio como los todos los vecinos hacían exactamente lo mismo. Su padre, impaciente porque el ascensor no subía, les ordenó bajar los nueve pisos hasta el garaje. Ya no andaban. Corrían. Por suerte, algunos de los vecinos, ya habían salido con su coche a la calle. Mientras circulaban por aquellas calles, es caos era evidente. Nunca había visto tanto tráfico de helicópteros, y mucho menos desde tan cerca. 

María iba en el asiento trasero. Se había puesto los auriculares y la música alta no terminaba de aislarla de bullicio del exterior. Observaba como su padre y hermano, discutían mientras se alejaban de allí. Para cuando se pudieron incorporar a la autovía, los militares y varias patrullas de la policía Nacional, les cortaban el paso. Contempló como el mal genio de su padre iba en aumento. Dado el embotellamiento de vehículos, decidió salir para hablar con un militar debidamente armado que pasaba en ese momento por ahí. Los escuchó discutir, y algo debió decirle el soldado, que amedrentó a su padre que inmediatamente volvió a meterse en el coche. 

- Tranquilos. –dijo sin convicción-No os pasará nada.

- Papá, tengo miedo. –dijo su hermano mayor.

- Lo se hijo. –le besó en la frente- Yo también. Pero haré lo que haga falta para manteneros con vida. 


Llegó la noche y seguían parados allí, en mitad de la autovía. Los helicópteros y patrullas trabajaban sin descanso. Aunque ellos era ajenos a que tareas obedecían. Tan solo les quedaba la paciencia, y en cualquier momento podrían continuar su camino. 

María se había dormido de madrugada con la música puesta. Su padre y hermano se habían reunido con otros conductores en la calzada. Todos tenían el mismo tema de conversación. Querían huir de la masificación, ante la alerta de las autoridades con referencia a los accidentes de avión por todo el país. No tenía muy claro que sucedía. Pero estaba claro que algo fuerte. En mitad de una discusión, un grupo de policías Nacionales corría en su misma dirección. Uno de ellos chocó contra Sergio haciéndolo caer al suelo.

- Eh! –gritó su padre- ¿Qué haces?

- Huir. Por vuestro bien. Huir. –se limitó a decir el policía a la carrera. 


Cuando se volvieron para ver la fila de coches que tenían detrás, los militares y civiles se acercaban a ellos a gran paso. Pero cuando las ametralladoras, pistolas y gritos de niños, mujeres y hombres se mezclaron el caos se volvió más patente. Sergio y su padre se escondieron a toda prisa en su coche. Habían escuchado que la gente se volvía loca y transmitían un tipo de enfermedad incurable. María seguía dormida plácidamente, ajena a todo el estruendoso ruido de fuera. Sergio padre, obligó a Sergio hijo a meterse entre el asiento delantero y el salpicadero. Para que el pudiera abrazar a su hija dormida en el asiento trasero. La marabunta estaba cerca. Tanto, que los primeros chocaban contra los coches y huían desesperados. Una ráfaga de disparos cercanos de uno de los militares, junto a su ventanilla, despertó a María. Miraba a su padre tan asustada, que no se atrevió a moverse ni a gritar. Su respiración era agitada, al igual que ocurría con su padre y su hermano en la parte delantera. Una rápida ojeada por parte de Sergio padre, descubrió como su hijo lloraba en silencio. Podían observar a los primeros infectados que pasaban por delante de su coche. No se detenían ante ellos, y solo seguían su camino hacia los que corrían desesperados, o los disparaban. Fueron cuatro horas de sufrimiento. Tan solo los primeros rayos de luz que proyectaba el sol, les advirtieron de la falsa calma. Con mucho cuidado, Sergio padre elevó la cabeza para mirar afuera. Pero enseguida tuvo que bajarla al ver como un infectado lleno de sangre por todo el cuerpo, y el intestino de una persona resbalando por su boca pasaba en ese momento por delante de ellos. No supo si lo había visto. Tan solo abrazó con fuerza a María, que se volvió a despertar. 

Permanecieron allí por otra hora más, antes de que Sergio se asegurara de que no había peligro. Ordenó que permanecieran en el coche hasta que volviera. 

- Tranquilos, solo voy a salir un momento y ver si ya no hay peligro. No me alejare más de dos metros. Os lo juro. –intentó calmar a sus dos hijos.


Tenía los músculos agarrotados de haber estado en la misma posición durante horas. Supuso que sus hijos estarían igual. Al abrir la puerta, el cuerpo de una mujer le hizo tropezar. La miró asqueado. Tenía los ojos abiertos. Sin vida. En la frente, un agujero negro donde había impactado una bala. Miró hacia ambos lados de la carretera. Ahora de día, pudo ver con más claridad la situación. Había cuerpos esparcidos por todos lados. Todo en el más absoluto silencio. El silencio de la muerte. No sabía qué hacer. La carretera estaba cortada por los vehículos policiales. No se intuía vida humana. Tragó saliva varias veces.

Dos personas que se habían escondido entre los arboles junto a la autovía, lo descubrieron. Sergio los miraba con desconcierto. No parecían que estuvieran infectadas. Eran un hombre y una mujer de avanzada edad. Aunque bastante agiles, para su sorpresa.

- ¿Estas infectado? –preguntó el anciano.

- No. ¿Y vosotros? –contestó y preguntó a la vez.


Un matrimonio joven hizo también aparición. Ella vestida con un elegante vestido de color rosa, y unos tacones infinitos. Su acompañante, con un no barato traje y corbata. Ambos no superaban los treinta y cinco años. Iban con las manos en alto, como si los dos ancianos y Sergio, supusieran un peligro. 

- No sabíamos que hacer… -dijo el joven.

- Como ninguno. –contestó el anciano.

- Yo estoy con mis hijos, están bien. –dijo Sergio asustado.

- Deberíamos esperar a que la policía venga. –dijo la joven.


Esperaron a que más supervivientes salieran de sus coches. Pero los que descubrían en el interior, ya estaba condenados. No se atrevieron a salir de la autovía. El joven trajeado, al pasar por uno de los coches con la puerta abierta, se sobresaltó al ver como su conductor descubría la mitad de su cara desgarrada. Su instinto fue cerrar de golpe la puerta, provocando un sonoro estruendo. Los otros que iban detrás, soltaron un grito de terror. Tras ver que nadie mas seguía intacto, volvieron hasta el coche de Sergio. Cada uno exponía que debían hacer ante una situación como esa. Pero ninguno se atrevía a moverse de allí. María y Sergio no se separaban de su padre en ningún momento. 

- ¿Cómo os llamáis? –preguntó la anciana a los niños.

- María. –contestó la pequeña.

- Sergio. –imitó su hermano.

- Yo me llamo Yolanda. –miró hacia el padre- ¿Usted?

- Sergio.-Contestó con la mirada perdida.

- ¿Y vosotros, guapos? –preguntó al matrimonio que descasaba apoyados en el capó.

- Nacho. –contestó el- Ella es Claudia. Mi mujer. 

- Muy bien, muchachos. –dijo el anciano- Yo soy Eduardo. ¿Tenéis hambre? Más atrás está nuestro coche. Tenemos unos filetes empanados riquísimos. Mi Yoli es una cocinera excelente. 

- Yo tengo hambre. –dijo María.


Los ancianos compartieron la comida cocinada horas antes. Era como si supieran lo que iba a suceder, y llenaron el maletero con tarteras llenas de comida. 


Una semana más tarde, nadie más apareció. Cada vez que un infectado se acercaba se escondían y lo dejaban pasar. Eduardo trataba de escuchar algo en un transistor antiguo. Algunas cadenas aun emitían grabaciones donde alertaban a la población así como algunos consejos. Pero nadie con autoridad hizo acto de presencia. No habían racionado las provisiones de Yolanda, y lo único que encontraban en los coches del atasco era poca cosa o nada. Hicieron un fuego en mitad de la autovía para calentarse. Aunque cuando llovía, que lo hacía con fuerza, lo apagaba. Movieron algunos coches, para desviar a los posibles infectados que llegaban. Además les proporcionó un cortaviento fantástico. 

- Deberíamos volver y conseguir algo. –dijo Nacho.

- Llegar hasta mi casa sería un suicidio. Queda muy lejos. Y no sabemos que nos vamos a encontrar. –contestó Sergio.

- Creo que no se refiere a que volvamos a nuestras casas. –aclaró Eduardo.

- ¿Propones que robemos? ¿Qué entremos en cualquier tienda y nos llevemos la comida? –preguntó Sergio atónito.

- ¿Cuántos policías has visto esta última semana? –dijo Nacho algo molesto.

- Lleva razón, -dijo Yolanda tranquilizando los ánimos- nos hemos comido y bebido todo lo que preparé. No creo que suponga un delito llevarnos algo de cualquier comercio. Estamos ante una situación de emergencia. El gobierno lo tendría contemplado.


El siguiente mes lo pasaron yendo y viniendo a la ciudad con carritos de la compra de un gran supermercado, llenos de comida y bebida. Descubrieron, como hacer que los infectados dejaran de moverse. María y Sergio los observaban. Algo que a su padre no le gustaba. Tanto Nacho como Claudia, se vistieron con ropa más cómoda. Aunque, Sergio se percató de que al menos la chica, venia de una familia adinerada. Se fijó en como comía, como bebía, como caminaba. No pareciera que aquello la afectara lo más mínimo. Cada rato, trataba de llamar sin éxito a su familia. 

- Vendrán a buscarnos. Seguro. Mi padre no puede abandonarme. –decía a cada instante.


Incluso la pareja de ancianos, arqueaba las cejas ante la actitud altiva de la joven. Nacho, por su parte, parecía más angustiado. Pero en ocasiones, discutía con ella, intentando hacerla entender que muy posiblemente, sus padres no lo lograran.


Al tercer mes, Eduardo enfermó. Las bajas temperaturas, y el estrés estaban haciendo mella en su organismo. Le faltaba la respiración y se mareaba con frecuencia. La mayor parte del tiempo, se encontraba tumbado en la parte trasera de uno de los coches que habían recuperado para dormir. Era amplio. Le habían retirado los asientos, y con mantas que robaron de una tienda cercana era lo único que poseían. Yolanda había perdido la sonrisa y la calma con la que la conocieron. Eduardo no llegó a cumplir el cuarto mes en la autovía. Lo enterraron en las inmediaciones de la autovía, cerca de un riachuelo. Aun no eran conscientes de lo que aquello les acarrearía.


Los ánimos estaban por los suelos. Sergio, trataba de que sus hijos estuvieran ocupados. Obligaba a Sergio a leer, al menos, unas veinte páginas de un libro a su elección. Con María, ocurría todo lo contrario. Se pasaba el día dibujando o leyendo cuentos infantiles que habían cogido de una librería. A veces, su padre, tenía que decirle que parara. 

En cierta ocasión, fueron tantos los infectados que llegaron, que ni lo coches que habían dispuesto para cortarles el paso fue suficiente. Les sorprendieron casi anocheciendo, lo cual les hacía imposible abandonar el campamento sin peligro. Nacho y Sergio, subidos encima de un coche, daban severos golpes a los muertos andantes. Pero era insuficiente. Yolanda, Claudia y los niños se escondieron entre los árboles, esperando a que todo pasase. Estaban tan atentos a lo que sucedía en la autovía, que no vieron venir el cadáver andante de Eduardo. Había logrado escapar de la tumba improvisada. Yolanda fue la primera en ser atacada. Le arrancó una oreja. Le mordió en el cuello, provocando una fuente enorme de sangre. El grito que dio, despistó a Nacho y Sergio. Lo que provocó que Sergio resbalara y cayera sobre un montón de infectados. Nacho no le socorrió. Huyó de allí en dirección a Claudia. La agarró del brazo y desaparecieron. 

Sergio y su hermana pequeña se quedaron inmóviles viendo como Eduardo despedazaba a mordiscos a quien fuera su compañera durante tantos años. Tan solo el gruñido de una decena de infectados bajando hacia ellos, les sacó de su ensimismamiento. Corrieron en la misma dirección que Nacho y Claudia. Corrieron hasta que se quedaron sin aliento. Era de noche y tan solo la luna les iluminaba. Era insuficiente. Caminaban a tientas. Su respiración era agitada. Se detuvieron al escuchar voces. Eso eran voces y no gruñidos. Un grupo de hombres pegaban e insultaban a Nacho, mientras otros dos hombres peleaban con Claudia. La desnudaron rompiéndole la ropa, y la violaban. Primero uno. Después otro. Cuando terminaban, se iban junto a Nacho que trataba de impedirlo, y cada vez que lo hacia recibía mas golpes. Entonces escucharon voces a su espalda.

- Mirad –gritó la voz desde atrás, sorprendiéndoles- tenemos mirones.


Los llevaron junto a Nacho, y les obligaron a mirar lo que le hacían a Claudia. Cada vez más golpeada. Cada vez más dócil. Cada vez menos persona. Cuando todos y cada uno quedaron satisfechos, la dejaron tirada en la tierra. Exhausta. Uno de los hombres, con perilla larga y con los dientes negros, se acercó hacia donde estaban ellos.

- No es nada personal. –le dijo a Nacho- Pero después de tantos años a la sombra, uno tiene sus necesidades.

- Hijo de puta. –dijo Nacho antes de recibir otro golpe en la cara.

- Chicos, -se dirigió hacia los niños- ¿Cómo os llamáis?

- No le digas nada. –dijo Nacho, y recibió otro golpe.

- Sergio. –contestó el chico.

- Muy bien Sergio, ¿y tú, preciosa?

- No le hagas nada, por favor. –suplicó Sergio.

- ¿Ves Nachito? –le abofeteó- Así se dicen las cosas. Por favor. 

- María. –contestó ella.

- Qué bonito nombre, María. Así se llamaba mi madre. Y dime María. ¿Están tus padres cerca?-María negó-¿Hay alguien más con vosotros?-volvió a negar.

- Acabamos de perder a nuestro padre. Estábamos acampados en la autovía. –dijo Sergio haciéndose el valiente.

- ¿Conocéis a estos dos? –se refería a Claudia y Nacho.

- Si. Estaban con nosotros. Huyeron cuando mi padre…

- ¿No me digas….? –miró con crueldad a Nacho- ¿Dejasteis a estas dos criaturas solas?

- Solo estábamos….-no dejó que terminara. Le abofeteo de nuevo.

- Estaba siendo sarcástico. –chasqueó los dedos, y uno de sus compañeros llegó- Estaban acampados en la autovía. Seguro que aún tienen cosas. Nos iremos allí por la mañana.


Al día siguiente, Sergio y María les condujeron hacia el campamento de la autovía. Ya no quedaban infectados, y Sergio buscó desesperadamente el cuerpo de su padre. Pero no lo encontró. Aquel hombre, liderando a los otros cinco, se sentó en la silla de camping donde siempre estaba Yolanda. 

- Anda pequeña. –dijo a María- Búscame algo de comer y de beber. Si tiene alcohol mejor que mejor.


Claudia y Nacho estaban de pie algo alejados, con las manos atadas a la espalda. María se fijó en la chaqueta que usaban. Cuando volvió con una cerveza y una cuña de queso sin empezar.

- ¿Trabajáis en la cárcel? –se atrevió a preguntar. Aquel hombre rompió a carcajadas.

- María, María, María… -le quitó la cerveza y el queso de las manos- ¿Cuántos años tienes?

- Ocho, señor. –contestó.

- Madre mía. –resopló a la vez que habría la lata de cerveza- Mi hija tenía esa edad… o quizá nueve o diez… no me acuerdo bien, cuando me la quitaron. Su madre era una yonki. Pero fue a mí a quien castigaron. 

- No le entiendo señor. –dijo inocente.

- Mira ese hombre. –le señaló uno con el pelo rapado y muchos tatuajes- Estaba en la cárcel por un ajuste de cuentas. Drogas. Ese otro-señaló a un joven con pelo largo y sucio- mató a cinco personas solo porque le miraron mal. Aquel de allí, mató a su mujer y su amante. 

- Entonces no trabajan en la cárcel. ¿verdad?

- Estas chaquetas son de los guardas. Si. Los matamos. 

- ¿Y nos van a matar, señor?


Aquel hombre se quedó mirando un buen rato a María. No contestó a su pregunta. Tan solo le ordenó que diese de comer y beber a sus amigos. 

Llegada la noche, la encerraron a ella y su hermano en un coche. Aunque sabían perfectamente lo que estaba ocurriendo fuera. Los gritos de Claudia lo dejaban claro. Por el día, María y Sergio se ocupaban de abrirles las cervezas y de llevarles toda su comida, y por la noche abusaban de Claudia. Durante ese tiempo no volvieron a ver a Nacho. Transcurrida una semana, la comida se acabó y Claudia ya no les servía como ellos querían. Mientras María le abría una lata, vio como sacaban el cuerpo inerte de Claudia de uno de los coches. Lo dejaron allí tirado mientras reían y hacían bromas crueles. Sergio intentaba que María no lo viese, pero era inútil.

- Torres –dijo uno de los presos- creo que ya es hora de que nos dejes a la niña. La zorra esta creo que la ha palmado.


Torres, el líder, se acercó a ese preso y sin pensarlo dos veces le disparó a bocajarro en la cabeza. Los demás, cesaron en sus conversaciones y risas.

- Escuchadme bien, porque no lo voy a repetir. –gritó para llamar su atención- Al que se le ocurra poner una mano, mirar, o pensar en hacerle algo a la niña acabará como él. –señaló el cadáver de su compañero.

- ¿Y qué pasa con el chico? –preguntó otro. Haciendo temblar a Sergio al escucharlo.

- Lo dejo a vuestra elección. –miró a María con autoridad.

- Noooo –gritó Sergio.


Aquella noche María estaba más sola e indefensa que nunca. Se habían llevado a su única familia, y no quería ni pensar en lo que le harían. Aunque lo gritos de su hermano no hacían sino confirmar que aquello no acabaría bien. Siendo de madrugada, lo devolvieron junto a su hermana, tembloroso. Sudoroso, oliendo alcohol y delirando. María trató de consolarle, pero se sobresaltó. No pudo contener el llanto. 

Por suerte, de día fue tranquilo, y lo dejaron en paz. Sin embargo María seguía haciendo todo lo que le pedían. Intentaba racionar la comida, para alargar un día más de vida. Pero lo que más temía era que llegara la noche. Cada vez que podía, Torres la dejaba ver a su hermano. Que permanecía tumbado en el asiento del coche de su padre. Con los ojos perdidos. En un descuido, logró quitarle el cuchillo de caza a uno de los presos. Lo guardó en la guantera. Llegada la noche, los presos solicitaron la presencia de su hermano. Más bien lo cogieron a rastras. Torres era el único que se mantenía al margen de las atrocidades que cometían. María esperó a que Torres se quedara dormido, para sacar el cuchillo de caza. Se acercó casi en cunclillas, por detrás de los coches. Pudo ver, a escondidas, lo que le estaban haciendo a su hermano. Uno de ellos, estaba en el suelo medio borracho, otro abusando de Sergio, otros dos mirando al cielo. Desenfundó el cuchillo, y se acercó al del suelo. Al igual que había visto a su padre hacer con los infectados, le clavó el cuchillo en un ojo. No le dio tiempo a gritar, pues le había puesto una camiseta dentro de la boca. Se acercó lentamente hacia el que abusaba de su hermano. Estaba sentado en un coche. La ventanilla estaba abierta y le hizo una señal a su hermano para que no hiciera nada. Le clavó por detrás el cuchillo. Aun le faltaban dos. Sergio le quitó a su abusador su cuchillo y ambos se encargaron de los dos que estaban de pie. Con todo el cuidado del mundo, iban acercándose hacia Torres, que continuaba dormido en la silla de camping. Estaba alejado de los otros, y por eso no se dio cuenta de nada. Sergio lo rodeó y cuando le puso la hoja en el cuello, Torres se despertó. Con un rápido movimiento, le quitó el cuchillo, se levantó y se lo clavó en el estómago. Maria chillo de rabia. Chilló y corrió hacia Torres con el cuchillo en alto y saltó para clavárselo en la nuca. Este se tambaleo y observó incrédulo a Maria. Ella se había caído al suelo y rodando se alejó unos veinte pasos. Torres trataba de quitarse el cuchillo medio clavado. La insultó hasta la saciedad, pero Maria seguía alejándose caminando de espaldas. Torres se desplomó de rodillas y trataba de hablar pero no lo conseguía. Murió mirándole a los ojos de su asesina. 

Era de día, y encima de uno de los furgones blindados de la Policía Nacional, observaba como pululaban a sus anchas los cadáveres andantes de sus agresores y de su querido hermano. Balanceaba los pies, golpeando la chapa. Eso les atraía su atención. Cuando dejaba de hacerlo, se volvían hacia otra cosa. Estuvo así un día y una noche. Cuando sus tripas le rugieron, bajó de aquel furgón y con el cuchillo que le había quitado a Torres del cuello, fue golpeando el quitamiedos de la autovía. La seguían como corderillos. Tenía los ojos enrojecidos y secos de tanto llorar. Cuando los alejó lo suficiente para volver al campamento, saltó el quitamiedos y a través de los arboles los despistó. No pudo recuperar gran cosa del maletero donde almacenaban la comida. Tan solo una lata de maíz, de la que no era capaz de abrir, y un bote encurtidos que fue comiendo hasta las inmediaciones del supermercado. Estaba desierto. Al entrar, se topó con varios infectados. Correteo entre las estanterías y pasillos, recogiendo todo lo que podía y metiéndola en su mochila de flores rosas. El siguiente día fue igual. El segundo también. Y así pasó su primer mes, sola. Con la diferencia, de que en cada incursión, se ponía los auriculares y escuchaba su canción favorita. Era tan ágil, que no hacía falta que se fuera corriendo enseguida. Podía esperar a tenerlos a un metro o dos. Sus gruñidos le molestaban y la música le hacía más llevadera la recolecta. Cada día volvía al asiento trasero del coche de su padre. El olor del perfume que usaba aún estaba impregnado en los asientos, y le reconfortaba olerlo antes de dormirse. 

Una mañana, mientras dormía, escuchó ruidos metálicos y golpes sordos contra los coches. Otra horda, pensó. No tenía fuerzas de seguir luchando. Se dejó caer de nuevo en el asiento y dejó la puerta abierta. Sería más fácil. No quería seguir así. Los pasos cada vez estaban más cerca. Pero no lo suficiente. Aquello no era como otras veces. Se incorporó para ver que sucedía, y descubrió la figura de un hombre. Conocía muy bien a los infectados, y nunca cerraban los ojos. No podía ser. Otra vez no. Pensaba. Otros hombres que abusaran de mí. Aquel hombre abrió los ojos, y se asustó de verla. Rápidamente, salió del coche, y se abalanzó contra él. Lo siguiente que recordaba era estar tumbada en el suelo con un fuerte dolor de cabeza. 

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